La casa del Escopetón
No estaba precisamente en La Pendola, pero sí en un campo aledaño. La casa del Escopetón llevaba varios años deshabitada en medio de un campo detrás del cuartel de la Guardia Civil. Junto a la casa existían dos cosas que nos llamaban la atención: una higuera enorme y, sobre todo, un gran pozo al que se podía bajar por una puerta que llevaba hasta el agua.
El Escopetón siempre fue un hombre huraño, cascarrabias y viejo. Hasta nuestros oídos de niños curiosos habían llegado un par de historias sobre su vida. Se decía que el Escopetón había estado en la Guerra Civil y que a su vuelta se instaló en aquella casa para no volver a relacionarse con nadie nunca más. Pero, sobre todo, que en su casa guardaba todavía armas y otros enseres de guerra que pensaba utilizar contra todo aquel que osara romper su aislamiento. Eso siempre hizo, cuando éramos más pequeños, que jugáramos a una distancia prudencial de la casa del Escopetón. Como muy cerca, nos paseábamos y hacíamos diabluras en el regajo junto a la cuadra de Carlos, al final del camino de Valdepegas.
Pero fuimos creciendo y éramos cada vez más audaces, pues dos años en la infancia son muchos años y de ser unos pipiolos pasamos a ser todo un comando organizado para asaltar la paz del Escopetón. Poco a poco, formábamos grupos, auténticos comandos que, desde el lecho del regajo, corrían cruzando de norte a sur el campo del Escopetón, con premio especial para el que fuera capaz de golpear la puerta de su casa y salir vivo... Nadie murió, por supuesto, pero sí que nos corría la adrenalina cuando el Escopetón se daba cuenta de nuestra presencia y salía al rellano para insultarnos y amenazar con que iba a coger su escopeta para pegarnos un tiro.
Aquellas incursiones por el campo del Escopetón no eran diarias, claro: teníamos muchas otras cosas que hacer, como jugar al fútbol, a la flecha, a la botella, poner petardos en los zaguanes de las casas y otros juegos que no podíamos dejar pasar.
Al cabo del tiempo, el Escopetón murió y su casa quedó deshabitada, la higuera, seca, y el pozo no tardó mucho tiempo en ser tapado. Ahora que ya no estaba su dueño, los alrededores de la casa se convirtieron en nuestra zona de reuniones, eso sí, sólo los alrededores, porque nadie era capaz de profanar o allanar el lugar de retiro del Escopetón, la casa, porque temíamos que su espíritu la vigilara. Pero la temeridad de un niño es imparable y decidimos que teníamos que entrar, aunque por la tarde y ocultos a los ojos de los mayores. No recuerdo quiénes entramos exactamente, pero entramos.
Lo primero que nos llamó la atención fue que abrimos la puerta con suma facilidad. Ahora quedaba girar el picaporte y entrar en la casa del Escopetón, en su santuario de soledad, en el hogar del hombre huraño y casi desconocido. La casa no era muy luminosa y casi todo estaba en penumbra. En los arcos de madera del pequeño pasillo colgaban grandes telas de araña, y a los lados se abrían las distintas habitaciones. Entrando en la casa a la derecha había una habitación que parecía hacer las veces de trastero. Sin duda, pensamos, ahí estarían las armas de la guerra. Miramos por todo el cuarto, donde se amontonaban cientos de objetos que tenían la pinta de ser muy antiguos, junto a los aperos comunes para las labores del campo, porque junto a la casa siempre hubo un pequeño huerto. Nada que nos llamara la atención más que unos almanaques un tanto subidos de tono, oro para niños, pero de las armas ni rastro. Pero bajo un montón de trastos que nos parecieron inútiles atisbamos un baúl. "Puede ser que..." dijimos todos al mismo tiempo. Apartamos los objetos y, efectivamente, había un viejo baúl que abrimos con emoción y un rastro de temor. Dentro del baúl, más trastos... Pero contenía algo que hizo que tembláramos de inquietud y deseo. "TNT", tres letras impresas sobre una caja de madera, tres letras que nos descubría la verdad del Escopetón. Alguien, con la mano temblorosa, se dispuso a abrir la caja. Nadie dijo en ningún momento qué íbamos a hacer con aquello, y creo que ni siquiera lo pensamos. La tapa de la caja chirriaba conforme se iba levantando y... susto. No, no eran cartuchos de dinamita ni armas: dentro de la caja había decenas de ratas muertas, casi en estado de momificación. Aparte del disgusto, nos llevamos en nuestras pituitarias un olor horrible. Nunca habían existido las armas. Salimos algo decepcionados de la casa del Escopetón pensando en lo que pudo ser y no fue. Supongo que desde entonces el Escopetón descansó en paz, quizá sabiendo, desde la otra vida, si es que existe, que aquellos niños en el fondo sólo querían conocerlo un poco más de cerca.
Cerramos la puerta y no volvimos a entrar más. Contamos lo ocurrido a nuestros amigos, que nos esperaban en el banquillo del estadio y nunca más volvimos hablar del asunto, de esta historia del barrio. De mi barrio. De La Pendola.
Gilgamesh on fire
1 comentario:
Jo, que miedo el escopeton, anda que no corria yo na cada vez que lo veia.Curiosidad que años despues no siendo todavia muy mayor, tendriamos 13 años,a su mismo lado (En la cuadra del Carlos) nos dejo su padre hacer una reunion en navidad, y cuando nos quedabamos de noche aali a dormir,atrancabamos la puerta con toda clase de enseres, en el fondo aun temiamos que el escopeton nos visitase y se cobrase nuestras diabluras..jeje cosas de crios si señor...
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