6 jul 2006

La robona




Hacer novillos, hacer pellas, hacer rabona, en Lepe y en mis tiempos de niño, era hacer la "robona". Desconozco cómo se le llama ahora por La Pendola y por Lepe a esa misma acción, porque, además tengo muy poca experiencia en esas cuestiones... La primera vez que hice la robona también fue la última y no porque no fuera un rebelde, que no lo era, sino porque me gustaba en, en su justa medida, eso sí, el colegio.

Se acercaba ya el verano y estas cosas del horario escolar continuo no se llevaban todavía. Salí de la escuela a la hora de comer y en la puerta de mi vecino Franci estaba su primo Jose que, a pesar de ser de La Pendola, iba al colegio Río Piedras, pues así lo quería su madre. Jose me dijo que no tenía que ir a clase por la tarde y que si quería acompañarlo al puente de la Tavirona. Le contesté que sí que quería, pero que no podía, que yo tenía Plástica después de comer.

-Pues haz la robona- me dijo Jose.

-¿La robona? Me matan como me cojan...- contesté yo, mientras me empezaba a rondar por la cabeza la idea de hacer a robona.

-Venga ya,-replicó- que no se va a enterar nadie.

No hizo falta mucho más para convencerme. Por primera vez en mi vida, iba a hacer la robona.

Comí más deprisa que de costumbre, con ansiedad."Hacer la robona", pensaba casi obsesivamente. Terminé de comer y me dispuse a ver un poco la tele antes de "regresar" al colegio. Miraba hacia la pantalla pero sin prestar atención: estaba preparando mi plan de fuga, que luego no sirvió de nada, porque todo resultó más sencillo que el intrincado entramado de acciones que pretendía llevar a cabo.

Salí de mi casa con la mochila a los hombros, aunque rara vez la llevaba por las tardes al colegio: las asignaturas que se impartían a esa hora no eran precisamente de las fuertes. Pero yo tenía que llevarla para no dar lugar a la sospecha. En condiciones normales, si alguien hubiera querido pensar mal, me habrían pillado en el momento, pero quién iba a decir que el niño se iba a saltar las clases.

Llegó el momento de entrar a colegio y enfrentarme al reto. Como digo, todo resultó sencillo: no dejé verme por la puerta del César Barrios hasta que todo el mundo hubiera entrado en clase. Tenía la obsesión de que por lo menos, y de nuevo para no levantar sorpresas, debía entrar en las instalaciones del centro, cosa que hice. No había ni un alma en el patio y crucé a toda prisa las pistas deportivas para saltar la reja del colegio hasta la explanada que había junto al mismo y de ahí, como habíamos convenido Jose y yo, a los Siete Cuellos.

Con el corazón a cien, le dije a Jose que se diera prisa en tomar el camino del puente, que no era otro que la propia vía del tren.

Ya lejos de La Pendola, del colegio, de los mayores, de todos, respiré más tranquilo, pero no mejor, porque la mochila empezaba a pesarme, pues dentro iban todos los libros y libretas que utilizaba normalmente en clase, y para colmo, hacía un calor infernal: eran las 4 de la tarde.

Una escapada, una robona como aquella, levemente premeditada, dejaba muchos cabos sueltos. A medida que avanzábamos hacia el puente de la Tavirona, íbamos dejando atrás campos y más campos, árboles y más árboles, animalitos y más animalitos, pero no al sol, que apretaba cada vez con más fuerza. Con todo el calor del mundo sobre nuestros esfuerzos, llegamos por fin al puente. En aquellas circunstancias, sólo ver el río me reconfortaba, aunque muy poco. Agua... Cruzamos el puente y vi a Jose muy dispuesto a seguir.

Jose explicó -yo sólo había llegado a pie hasta la Tavirona - que más adelante había otro puente, muy pequeño, que cruzaba un riachuelo donde podíamos beber agua. Efectivamente, un par de cientos de metros más allá, en término municipal de Cartaya, estaba el puente, el arroyo y una casa junto a ellos. Bajamos rápidamente al lecho del arroyo y observamos que el agua tenía un color raro. Pero nos daba igual: nos pesaba la sed y esfuerzo y, especialmente a mí, esas dos cosas y la mochila. Nos agachamos y pusimos nuestras manos en forma de cuenco para llevarnos el preciado y líquido elemento a la boca. Nada más tocar el agua sentimos que estaba muy caliente, casi hirviendo, vamos. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que era la única parte del pequeño río en la que el agua estaba estancada y que el agua corriente quedaba fuera de nuestro alcance. No había más remedio que beber. Y eso hicimos.

No me quiero ni acordar de lo desagradable que fue beber esa agua cenagosa; además, cerca de allí había campos de fresa, por lo que probablemente el agua estaría contaminada. En ese momento decidimos que se había acabado la escapada y mi primera y última robona. Volvimos como pudimos a La Pendola por el mismo camino por el que vinimos, destrozados, cansados y con unos retortijones de leyenda. Tuve que esperar a que fuera la hora aproximada de mi llegada diaria a casa para entrar, una vez más, para no levantar sospechas. Por fin tenía un poco de sombra bajo la que cobijarme. Se había acabado aquella mi primera robona. Nunca le contamos lo ocurrido a nadie del barrio. De mi barrio. De La Pendola.

Gilgamesh's escape

2 comentarios:

Paleán dijo...

Cuando era chico nunca hice la robona, aunque teniendo cerca el Regajo del Pilar a la entrada del C.P. Alonso Barba, con amigos dispuestos a jugar a los bolindros la tentación fuera muy fuerte. Eso sí, alguna que otra vez llegué tarde... los bolindros son los bolindros, quien jugó alguna vez lo comprenderá:"una más: la revancha"

Anónimo dijo...

La pendola es una mierda y lo dce una mierda