16 nov 2006

La Estación



No estaba -ni está- dentro de La Pendola, mas sí de sus alrededores. Ya he comentado la rivalidad que existía entre los pendoleros y los de la Estación, más que nada por su cercanía. Ya se sabe. Cuanto más vecinos...

La Estación de Renfe de Lepe me trae muy buenos recuerdos de, cómo no, la infancia, pues el tren era mi medio de transporte favorito, y lo sigue siendo. Desde que desmantelaron la línea Gibraleón-Ayamonte allá por 1987 no he vuelto a subirme a un tren en España, aunque sí en Portugal.

Hoy he pasado por delante de la Estación y no he podido resistirme a tirarle una foto. Además me he acordado del amigo quetemeto, y he querido emularle (como fotógrafo), aunque al final me ha salido una churrifoto. Ahí está, cayéndose a pedazos un trozo de la historia de Lepe. Un edificio completamente desaprovechado, al que nadie tiene en cuenta desde hace muchos, muchos años. Un centro cívico, una sala de exposiciones... algo más se podría hacer por la Estación. Pero... ahí está, hasta que venga el Toronjo de turno (ver post anterior) para reconvertirla en Iglesia a la altura de las necesidades del barrio.

En fin. Al ladito de mi barrio está. Mi barrio. Sí. La Pendola.
Las "necesidades" de La Pendola


"Estamos construyendo una capilla acorde con las necesidades del barrio", declaró ayer Jesús Toronjo, a la sazón, portavoz del Partido Popular en el Ayuntamiento de Lepe, refiriéndose a la construcción de la nueva capilla del Carmen, levantada sobre la antigua, que tampoco era tan antigua. Esta desafortunada intervención tuvo lugar durante una rueda de prensa en la que hacía balance de lo "conseguido" por el PP durante esta legislatura, que por lo visto es mucho-muchísimo, y que lo que no, es culpa de sociatas malvados, con tridentes, rabos y cuernos incluidos. Aunque yo ni simpatice siquiera con el PSOE, sí me resulta chocante que los méritos son populares y los deméritos son todos achacables al SOE, que ni siquiera gobierna. ¿Alguien da más?

Me hace gracia, en primer lugar, que sea precisamente Toronjo el que haga el balance, pues es el político de su partido que menos aparece por Lepe, pues es también el portavoz popular en la Diputación de Huelva, por lo que no está muy al día de lo que se cuece por Lepe y por La Pendola, que es donde, cómo no, por eso hago este post, está el citado templo. Para él, Lepe no deja de ser una ciudad dormitorio de Huelva, pues es allí donde hace vida.

En segundo lugar, me hace más gracia todavía que se arrogue el mérito, si es mérito, de la construcción de la nueva capilla, porque las competencias, como sabéis, y si no lo sabéis os lo digo yo, corresponde a Urbanismo, quien ejecuta las obras, y cuya área está en manos del Partido Andalucista, que gobierna en difícil coalición de conveniencia, lucrativa conveniencia, con el Partido Popular.

Pero lo que me hace gracia de verdad, o me de pena, que para el caso viene a ser lo mismo es que la única cosa que han hecho en La Pendola en estos 3 años ha sido sólo esa, a excepción de la construcción de algunos que otros aparcamientos, siempre tirando para el voraz transporte privado y al autobús urbano que le vayan dando. Una única capilla. Acorde a las necesidades de los vecinos de La Pendola: como si no tuviéramos otros problemas más que tener un lugar donde rezar -los que lo hagan- a la patrona del barrio y de todos los marineros. Y que alguien se oponga siquiera a esa construcción: lógicamente, es muy impopular y lo saben. Por eso rentabilizan al máximo el populismo más barato y grosero que hayan visto mis ojos. Más España, más Pendola cerrada y de sacristía, devota de Gran Hermano y de María, parafraseando al más grande entre los poetas, esto es, Antonio Machado.

No hace falta que se dinamice un poco la economía del barrio, ofreciendo más oportunidades a los trabajadores, que de eso se compone La Pendola básicamente. No hace falta que se abran nuevos espacios para que los niños sigan siendo niños. (Un inciso, nuestro antiguo estadio de Los Naranjos, es hoy una alfombra verde de césped, pero, oh, sorpresa, está completamente vallada por lo que no se puede acceder a ella). No hace falta el acercamiento de algunas áreas municipales al barrio, no hace falta el arreglo de muchas calles, no hace falta luchar por la necesaria reforma del colegio César Barrios, no hace falta conservar el patrimonio etnológico del barrio, no hace falta conservar la estética de La Pendola, no hace falta dotarla de un mejor alumbrado público... No. Lo que le hace falta de verdad a La Pendola es una capilla, eso sí, a la altura de nuestras necesidades, que son muchas.

De pequeño era creyente y le tenía gran afecto a la virgen del Carmen. De mayor ya no creo ni en mí mismo, pero al menos conservo el respeto por las creencias de mis vecinos, y el respeto por ese símbolo protector y positivo -si queremos tomarlo así- que significa esa talla de madera de la virgen. Por eso esta diatriba al viento no va contra ninguna creencia, ningún credo. Vaya una clamorosa pedorreta hacia aquellos creen que somos tontos y sólo nos dan migajas que en realidad no nos hacen falta.

No es la primera cosa que ocurre de este modo, pero sólo quería centrarme en este asunto concreto. Porque de verdad me duele mi barrio. La Pendola.

(Como esta cosa se sale de lo habitual,
no pongo ni florituras ni nada. Tal cual)

9 nov 2006

Una final memorable



Digamos que tenía 2 pandillas:
los amigos de La Pendola y los amigos del colegio, el César Barrios. Era algo normal, casi todos teníamos 2 grupos, o más, de amigos en función de la hora del día. Por lógica, la pandilla del colegio la formábamos los del curso: el "A" y el "B", y yo estaba en el "B", siempre me ha tocado el grupo "B" durante toda mi vida académica, incluida la Facultad, a excepción de un año de instituto.


La rivalidad futbolística entre A y B siempre fue muy fuerte y, a veces, llegábamos a las manos por un quítame allá esa falta; por lo general, nuestro equipo ganaba, no sin dificultades, casi todos los partidos. Pero llegó el momento en que debimos unir las fuerzas para afrontar el campeonato de fútbol, realmente de lo que siempre hemos llamado "futbito", que hoy, por aquello de las nomenclaturas y la modernización, no exenta de cierto snobismo, se denomina fútbol sala.

La dirección del colegio había establecido
un sistema para igualarnos a todos, para salvar la lógica diferencia de edad entre los alumnos. Así, los niños que cursaban desde 2º hasta 5º de EGB, jugaban entre sí un campeonato; y desde 6º a 8º jugaban otro distinto. Esto no quería decir que los equipos estuvieran conformado por gente de la misma clase o curso, pero casi: lógicamente, nadie quería tener en su equipo a los más pequeños.


Entonces yo estaba en el 4º B
de Don Hipólito, un pacense bonachón, extremadamente alto y delgado, que para motivarnos solía prometer salir al patio a jugar al fútbol si terminábamos tal o cual tarea. Claro, por eso todo el mundo quería tener como tutor a Don Hipólito. Pero era el nuestro. En una de aquellas interminables clases vespertinas de los 80, una serie de niños de mi clase decidimos participar juntos en el campeonato de fútbol, contando con algunos del A.

Partido tras partido,
victoria tras victoria conseguimos meternos en la final, que disputamos contra un combinado temible de jugadores de 5º, incluido el que siempre fue mi gran rival, el considerado, hasta ese momento, el mejor portero del colegio, Juanito.

Aquella final se disputó al mismo tiempo que la otra, la de los mayores. Como quiera que el César Barrios tenía 2 patios, luego 2 canchas distintas, no hubo mucho problema: nosotros jugamos en el llamado "patio chico", que a pesar del nombre, siempre ha tenido -y tiene- más superficie que el otro. Pero, claro, los mayores tenían mayor tirón "mediático" y nuestra final tuvo una asistencia mucho menor que la otra, aunque eso nos daba igual: para nosotros era la final.

El partido fue disputado
de poder a poder, porque la superioridad física de los de 5º era contrarrestada por nuestra superior técnica. Ambos porteros tuvimos una gran actuación y nos hinchamos de parar balones, por lo que el resultado del partido fue de 1 a 1. Al empezar la prórroga -hubo prórroga-, yo estaba nerviosísimo, tenía un nudo en la boca del estómago, un vacío que no había medicamento ni psicólogo en el mundo capaz de quitarme. Afortunadamente, la prórroga terminó sin goles, aunque con mucha tensión, lo que dio lugar a una tanda de penaltis de infarto.


3 penaltis cada equipo
y ya nosotros habíamos lanzado los 3; sólo habíamos marcado el primero -uno de los fallados se fue directo al palo. A los de 5º todavía les quedaba 1 penalti y no habían logrado marcarme, pues los 2 tiros se marcharon por los laterales. Frente a mí estaba Lolín, el encargado de intentar fusilarme. No recuerdo muy bien qué pensé durante esos eternos instantes. Quizá ni pensaba. Estaba concentrado, mirando fijamente la pelota. Alcé un instante la mirada y pude ver a Mora, amigo mío, aunque del otro equipo, susurrarle algo al oído a Lolín y volví a bajar la mirada hacia esa esfera de cuero gastada que era el balón. El árbitro, Javi, uno de 7º cuyo equipo había sido eliminado de su campeonato con anterioridad, hizo sonar su silbato. Observé cómo Lolín comenzó su carrera, larga, no llegaba nunca a la pelota, otro paso, un resoplido, un grito, un ánimo suelto, los alaridos del otro patio, otro paso, otro... y golpeó el balón. Aún hoy sigo sin comprender cómo atajé esa pelota. Nada de despejes: la bloqueé, con seguridad, con mis dos manos, que, desobedeciendo a mi cerebro, así son los actos reflejos, se dirigieron con la rapidez de un rayo hacia arriba a la derecha.


Solté un grito que se escuchó
hasta en el centro de Lepe... Toda la tensión se me fue por ahí... por ahí y solté la pelota y salí corriendo hacia el primer sitio que vi, hasta que me di cuenta de que estaba saltando como loco en el otro patio, con todos mis compañeros abrazados, y con todo el mundo mirando aquella locura desatada en forma de alegría.


No recuerdo muy bien lo que siguió
a continuación, pero sí perfectamente lo que aconteció aquella noche, durante la fiesta de final de curso: subió el otro equipo a recoger su medalla de 2º clasificado. Tras ellos, nosotros. Cuando el director del César Barrios, que hacía las veces de speaker, pronunció el nombre de nuestro equipo, todo el colegio rompió a aplaudir. La ovación -hasta ese momento- de nuestras vidas. Desde ese instante todo el mundo empezó a considerarme como el mejor portero del colegio. Y siempre jugué es esa posición hasta 8º. Posteriormente, fui el portero más joven -estaba en 6º- en ganar una final "de los grandes" en el colegio.


Todo esto me pasó en el colegio,
en el de mi barrio. En el de La Pendola.

Gilgamesh Goalkeeper v.2.0

2 nov 2006

A pedradas



Inexplicablemente, a los niños de mi generación les gustaba jugar a tirarse piedras. Supongo que este juego es anterior a nosotros, pero aquí estoy para contar lo que nos sucedía a nosotros, los pendoleros. Por qué se producían estas auténticas guerras es algo que se me ha olvidado, pero recuerdo la formación de 2 bandos y, hala, a abrirse el cráneo alegremente.

Lo único claro es que se establecía un campo de batalla, que por lo general era la explanada de la vía del tren, que separaba La Pendola del otro barrio más al oeste de Lepe. Existían reglas, acaso como las que hoy se incumplen en las cruentas guerras del mundo. Todo el mundo lanzando piedras hacia el bando contrario; de repente, todos nos quedábamos sin munición y se proclamaba una tregua, siempre respetada, eso sí, de 5 minutos para abastecerse de proyectiles con los que seguir bombardeando al enemigo. La cosa se terminaba cuando a 2 ó 3 niños les empezaba a chorrear la sangre por el cuerpo. No recuerdo haber recibido pedrada alguna ni acertarle a un contrario, por lo que mi paso por las peleas a pedradas fue un tanto descafeinado, y menos mal.

A veces, la locura llegaba a tanto que hasta decidíamos enfrentarnos entre nosotros, a modo de preparación para la batalla; el escenario de nuestros "entrenamiento" era el campo del Escopetón, donde en su parte inferior estaba arrumbada cabina de un camión viejo que hacía las veces de cuartel general de operaciones.

Muchos de mis amigos de la infancia tienen todavía las cicatrices de alguna que otra certera pedrada. Hoy, no sé si decir que por fortuna, porque sabe dios el papel psicológico que desarrollaron estas guerras en nuestras infantiles mentes, ya no se ven bandadas de niños jugando a pegarse pedradas. Es más: es imposible ver pandillas grandes de niños haciendo de las suyas por las calles de La Pendola; desde luego no de niños de nuestra edad. Puede que sea un síntoma de lo mal que vamos, de la sobreprotección a la que someten los padres a sus hijos: y así nos va, así les irá a estos niños.

Desde luego que estas cosas no pasaban sólo en La Pendola, pero qué queréis que os cuente, si es que es mi barrio, lo que yo he vivido.

Gilgamesh Stoner