28 ago 2006

Y volví...



Después de muchos días, varios de ellos no he estado inactivo del todo para ésta, mi página y para lepeonline.net; no vuelvo, como se suele decir, con las pilas cargadas, pues para mí es imposible desvincularme del todo de mi cotidianeidad y prefiero mantenerme vivo y pensante, aún en vacaciones, porque quien desconecta, se olvida. Y yo no puedo, ni quiero, olvidar. Por tanto, como Patton también, vuelvo a la carga al albur de mis propios impulsos. Nos veremos a menudo, amigos.

Gilgamesh Turn On

4 ago 2006

Lo dijo Patton y ahora lo digo yo...

Volveré




Gilgamesh Stand By

2 ago 2006

La gran aventura





Aunque ocurrió hace tanto tiempo que mi memoria apenas puede retener una decena de imágenes, todavía se mantiene en mi cuerpo aquella sensación de triunfo por haber llegado tan lejos, desde tan lejos, por un camino que hasta entonces sólo estaba al alcance de mi imaginación. Los distintos caminos, vitales o no, toman siempre una forma insospechada y aquella primera gran aventura empezó a desvelarme los discretos encantos que tiene el paso del tiempo, con sus vértigos y calmas de cielos abiertos. Como a un Proust cualquiera, quizá esa vivencia concreta me colocó ante mi futuro y el de todos nosotros, intentando buscar un tiempo perdido cuando la infancia primera se me empezaba a escapar de las manos. Con el discurrir de los años me di cuenta de que, probablemente, el motivo de la aventura no era otro que la propia aventura. Pero podría ser de otra forma.

En otro de esos sábados de primavera en La Pendola, Jose nos relataba cómo había sido capaz de llegar hasta la presa de Los Machos desde el puente de La Tavirona remontando el río Piedras con algunos de sus primos, que no eran del barrio. Escuchábamos a Jose sentados en el banquillo del Estadio; nada que sorprendiera a Franci, que ya lo había hecho antes, pero que nos mantuvo en vilo a Mora, a Diego y a mí, que nunca habíamos sido capaces de imaginar una aventura como aquella que ya estaba terminando de contar Jose.

- Pues deberíamos ir nosotros por nuestra cuenta -dijo Diego.

- Es verdad -afirmó Mora-. Como vosotros dos -dijo refiriéndose a Jose y Franci-, ya habéis estado allí, nos podéis ir guiando.

- Eso no es tan fácil -replicó Franci-. Hay que tener mucho cuidado porque el camino tiene sus peligros. Además, podemos acabar con todos los pies sajados, porque hay zonas en las que tenemos que ir descalzos.

- Bueno -dije yo envalentonado-, pues nos ponemos descalzos. Tenemos que ir como sea.

Entre éstas y otras conversaciones se nos iban escapando las primeras horas de la mañana. Habíamos quedado para jugar al béisbol, que estaba de moda entonces, y la gente empezaba a llegar. Para cerrar el asunto, después del disputado partido en el que logré batear la bola hasta bar Abuelito, con una pelota que voló describiendo un extraño ángulo y que rebotó en la fachada de la casa de Diego, anunciamos nuestra intención de llegar desde el puente de La Tavirona hasta la presa, tomando para ello el cauce del río. Muchos dijeron que vendrían, pero al final se echaron para atrás, porque, después de comer, a eso de las 4 de la tarde sólo estábamos en el Estadio los mismos que hablamos de aquella aventura aquella mañana: Jose, Franci, Mora, Diego y yo.

Comenzamos a caminar bajo el sol tomando la vía del tren hacia delante y aproximadamente una hora más tarde ya habíamos llegado al puente. Nos quedamos parados en mitad del mismo para decidir por qué lado del margen del río íbamos a empezar. Franci, que era el mayor de todos nosotros y que había sido el "pionero" del barrio, o al menos de nuestra pandilla, en aquellas lides, dijo que lo ideal era coger por la parte derecha, y para ellos teníamos que cruzar La Tavirona. Desde allí arriba era imposible bajar hasta el lecho del río, que tenía un caudal muy pobre, debido a la entonces reciente construcción de la presa, por lo que tuvimos que caminar, casi escalar unos cien metros para conseguir llegar hasta un terraplén desde el que podíamos alcanzar con relativa facilidad el río.

Pero nadie dijo que iba a ser fácil. Aquel pequeño barranco tenía varias grietas de un metro de grosor que teníamos que saltar; Franci, el más ágil de todos nosotros, saltaba primero y nos ayudaba a los demás, dándonos la mano. Uno a uno íbamos pasando por aquella peligrosa senda, sin sospechar que a aquello, en un futuro breve, sería considerado un deporte y se denominaría "barranquismo".

En cualquier caso, llegamos al pequeño terraplén y desde allí ya podíamos bajar hasta el lecho del río, no si antes tener que afrontar un salto de un par de metros hasta el suelo. Con más o menos brío, nada más empezar y ya el Piedras empezaba a pasarnos factura, continuamos con nuestro camino por aquel lecho reseco, la primavera que finalizaba había sido bastante calurosa, lleno de guijarros blancuzcos. No obstante, el río no estaba seco del todo y habríamos de comprobarlo un poco más tarde. Nos encontramos con que el barranco nos cerraba el paso por la derecha.

-Hay que cruzar el río a nado -dijo Franci-, porque, aunque no lo parezca, es muy profundo.

-No me digas- espetó Mora, que no sabía nadar.

-No pasa nada, Mora- replicó Diego-, que para eso trajimos la pelota.

Efectivamente, con nosotros viajaba nuestro balón, comprado entre toda la pandilla para jugar en el Estadio y que en aquel momento sirvió para que todos los que comenzamos la aventura la termináramos. De nuevo, uno a uno, y quitándonos los zapatos, comenzamos a cruzar el río. Cuando llegó mi turno, aunque sabía nadar perfectamente desde hacía mucho tiempo, decidí comprobar si realmente el río era tan profundo.

Pues sí, lo era. Nada más dar el primer paso, me hundí en el agua. Así que no tuve más remedio que nadar hasta la otra orilla, que apenas estaba a cuatro metros, si bien mis zapatos quedaron empapados. Detrás de mí cruzó Mora, abrazado al balón.

Ese margen izquierdo estaba totalmente embarrado, probablemente porque el suelo era arcilloso y porque en esa zona los árboles daban sombra durante todo el día, así que seguimos descalzos, hundiendo nuestros pasos en el barro. Pero debajo de la arcilla había un lecho sólido de piedra pizarra cuyas aristas nos estaban sajando los pies a base de bien. Al llegar a un trecho más seco pude comprobar -aparte de que mis pies estaban llenos de cortes- que, de nuevo, había que cruzar el río si no queríamos salirnos del camino marcado desde el comienzo, pues más a la izquierda existía una densa arboleda que no formaba parte, ni siquiera, de la zona inundable del Piedras. Era cuestión de principios. Así que, de nuevo, a nadar hacia la otra orilla siguiendo el procedimiento anterior.

Nos encontrábamos ya a mitad de camino cuando hicimos un gran descubrimiento: una gran roca que nos impedía el paso, otra vez. Pero no era una roca cualquiera, al menos para mí no lo fue desde que la observé de lejos.

-¡Fijaos! -dije-. Esa roca tiene la forma de una cabeza de león.

-¡Es verdad! -exclamó Franci-. Nunca me había fijado.

-¡Hostia! -dijo el resto al unísono.

La gran roca con forma de cabeza de león se levantaba ante nosotros soportando, también como nosotros, el sol plomizo de aquella tarde. Fijarse en aquel gran peñasco hizo a Franci caer en la cuenta de una historia que le habían contado en su anterior incursión por el río. Nos refirió que le habían dicho que a esa altura y hasta la presa, el río esta lleno de sanguijuelas. Temerosos, dirigimos todas nuestras miradas hacia aquella ya más escasa afluencia de agua, con la certeza de que ahora estábamos obligados a franquear el río por allí o nuestra aventura habría acabado miserablemente en la cabeza del león. Ahora ignoro si aquello era verdad. Probablemente, no. Pero en aquel momento teníamos miedo de meternos en el agua. En cualquier caso, la temeridad y la audacia son inherentes a los niños y quisimos continuar, tomando todas las precauciones, como examinar el agua antes de meternos, incluso cuando a esas alturas, a poco del final, el río era apenas un arroyo pequeño y el agua nos llegaba difícilmente a los tobillos.

Con el miedo en el cuerpo, a pesar de los pesares, vislumbramos al fondo la presa. Al poco, habíamos llegado a nuestro destino, habíamos sido capaces de terminar la gran aventura. Como premio obtuvimos un refrescante baño en uno de esos pequeños lagos que se formaban con el agua de la lluvia a los lados del río, porque sus entrañas fueron removidas para construir la presa de Los Machos. En la actualidad, con las distintas obras que se realizaron en la zona para hacer caminos rurales, han desaparecido la mayoría de aquellos oasis campestres.

Chapoteando en el agua, sumergiéndonos en ella para comprobar que el fondo del lago no estaba a nuestro alcance casi se nos fue la tarde y teníamos que volver, como siempre a La Pendola, si bien anduvimos con los pies llenos de pequeñas heridas y cortes. Y así lo hicimos, aunque ya no descendiendo por el río. Todavía recuerdo a Mora nadando ayudándose del balón, a Jose tirarse desde muy alto al pequeño lago y a mí, sentado en el borde, remojándome los pies, pleno de felicidad por la hazaña conseguida. Muchos años después me acordé de esto mismo y decidí rememorar aquellos hechos escribiendo una historia más del barrio. De mi barrio. De La Pendola.