2 jun 2006


La historia que reproduzco a continuación la escribí hace mucho tiempo, cuando apenas había roto a escribir con cierta asiduidad. Originariamente no tenía título, pues formaba parte de una especie de diario por lo que nunca quise darle forma de relato. Ahora, deprisa y corriendo le he puesto uno, simplemente para cumplir con la formalidad de la presentación de algo inédito. Nunca nadie, más que vosotros ahora, ha sabido de la existencia de este cuento. Disfrutadlo o vomitadlo, pasad de él... haced lo que os dé la gana, que es lo que yo haría.
(Gilgamesh storyteller)

Utbar

La madrugada había abierto sus largos brazos sobre aquel trozo de tierra llamado Lisord y una fiesta en el castillo del señor soberano rompía el silencio de la noche e iluminaba los apagados campos circundantes, que pertenecían a muchos de los asistentes a aquella fiesta, pobres gentes.
Aquel señor dueño de una incontable fortuna poseía el don de la oportunidad y siempre acallaba a sus más íntimos enemigos con fastuosas fiestas en los momentos de mayor peligro para su reinado. Los lisordianos alababan a su señor y le tributaban pleitesía sacrificando a su mejor animal para cocinarlo y comerlo durante las fiestas. Era un soberano observador y condescendiente con sus súbditos, respetuoso con las leyes terrenales y las divinas y era, en el buen sentido de la palabra, justo. Su castillo estaba situado en lo alto de la colina Mesera desde donde admiraba orgulloso el poderío de su pequeño reino temeroso de Dios. Desde ese castillo cuyas almenas apuntaban todos los días hacia el azul cielo eterno se podía observar, no muy lejos de allí, otro castillo, donde vivía encerrada la princesa Jara, hija del soberano que se llamaba Servión III. Dentro de aquel primer castillo, Utbar, habitado por Servión y su cortejo, reinaba ahora la tranquilidad tras la fiesta con la que Servión obsequió a su pueblo después de su victoria en la batalla que un mes atrás habían ganado a su rival más encarnizado: el conde Siviero, señor de las vecinas tierras de Loner, envidioso y holgazán, ahora muerto, cuyo hijo, Leansed había sido capturado en esa batalla y encerrado también como Jara en un castillo, éste más lejano, fuera del alcance de la debilitada vista del anciano Servión, que vislumbraba cercana su muerte y creía conveniente ver a su caprichosa hija casada para continuar aquella casta de reyes milenaria en su origen.
Creía también el soberano que el esposo de su única descendiente debía ser un valeroso joven de abolengo y para ello pensó en Leansed, aunque fuera hijo de aquel enemigo al que redimiría de sus conspiraciones contra él y acertó pues aquel Leansed era una persona letrada y docta en el oficio de la guerra, caballero de pluma y espada de valentía sin igual y de un coraje tan grande como las tierras de su padre; su larga cabellera rizada le conferían un aspecto señorial que había cautivado a casi todas las princesitas de los reinos circundantes, por las que no había mostrado ningún interés por lo superficial de sus personas. Pero aún no había mirado a los ojos a Jara, hija del eterno enemigo de su padre, pues nunca se pudo acercar a aquel vedado reino de Lisord, misterioso y luminoso al mismo tiempo, donde se dice que los espíritus de sus antepasados hacen guardia durante la noche para proteger a aquel pueblo de cualquier ataque y que por eso eran tan poderosos, sobre todo Servión III, resguardado por sus gloriosos antecesores, casta de invencibles guerreros.
Fue, pues llamado Leansed a Utbar y a la presencia del rey soberano, para sorpresa del joven loneriano que creía iba a ser ejecutado de inmediato, pero que tras un mes que fue contando gracias al paso de un halo de luz entre un resquicio de la puerta de su celda, nada había pasado. Ese mes había sido de profunda reflexión, como no podía ser menos en muchacho letrado, joven, curioso y con ganas de conocerse a sí mismo. En todo ese tiempo, las glorias pasadas de su padre revolotearon en su cabeza y soñó que algún día vengaría la muerte de su progenitor, satisfaciendo de paso la ofensa que suponía ser el prisionero del enemigo acérrimo de Loner. "El honor es un río lleno de sangre que con sangre se limpia" siempre le recordaban sus maestros, aquellos que le iniciaron en las lecturas de fantásticas gestas de los antepasados remotos de su reino.
Una vez aseado y puesto a punto para aquella inesperada audiencia, Leansed fue llevado ante la presencia de Servión III que le obsequió con palabras de ánimo:
- Veo, mi querido Leansed, hijo de Siviero de Loner, que mis súbditos han sabido recomponer vuestro aspecto. ¿Queréis saber por qué estáis aquí?- inquirió el soberano de Lisord.
- No- respondió Leansed-, ni me interesa nada de su majestad, la cual tan vilmente ha matado a mi padre, señor de Loner, y al que juro vengar con la justicia, terrenal o divina, cualesquiera que sea mi fatal destino.
El rey, acostumbrado a la impertinencia de su juventud y en su magna sabiduría y justicia, supo que éstas eran palabras de dolor por la muerte del padre de aquel joven, cuyo temperamento andaba lógicamente ofuscado. Aun así, poco a poco, el impetuoso loneriano fue calmando su ira, gracias a la acostumbrada habilidad del rey para moderar hasta las almas más exaltadas. Así, Leansed fue trasladado al castillo de Utbar donde viviría no como prisionero sino como un invitado más de la corte, asistiendo a esas fiestas de las que tanto había oído hablar y que le estaban vedadas por su padre. Lo que Leansed de Loner ignoraba era que aquellas fiestas eran un pretexto del rey para que conociera a la hermosa Jara, princesa heredera de Lisord, de la que se enamoró nada más mirar a sus ojos azules, su cabellera rubia y su esbelta figura, producto de un artesano divino que se empleó a fondo en el trabajo de tan alta princesa, bella como la luz que del castillo de Utbar visto desde muy lejos.
El acercamiento entre los jóvenes fue paulatino y tras un mes de miradas cruzadas y discretas sonrisas, Jara y Leansed andaban por los pasillos de Utbar cogidos de la mano como dos enamorados a punto de casarse.
Los festejos por aquel alto enlace se prolongaron durante meses y fruto de aquella relación nació el pequeño Servión, futuro Servión IV de aquel reino de soleadas primaveras entre los aromas de los bosques cercanos.
Aunque la felicidad era ficticia; cierto caluroso día, Leansed regresaba al castillo después de la caza con su séquito principesco, pero habían regresado terriblemente temprano, tanto que al llegar Leansed a sus aposentos, descubrió a su esposa en los brazos de aquel joven que le llevó por primera vez ante la presencia del rey y del que fue amigo, Perovani Gram.
- ¿Qué hacéis aquí, Perovani?- preguntó furioso Leansed.
- Yo... yo...
- ¿Os sorprendéis por esto, mi querido esposo?- inquirió la traidora Jara- No quisisteis daros cuenta desde un principio de las intenciones de mi odiado padre, que nos juntó a vos y a mí para darle a este maldito reino un descendiente. Pues ya lo tiene, pero su sangre no es noble... Servión no es hijo vuestro, Leansed... Yo sólo os quería para salir de mi encierro en ese terrible castillo, donde no hay fiestas ni se disfruta apenas de nada. Sois una excusa, caballero...
- Mentís, mentís...- respondió Leansed- No puede ser...
Y salió disparado de aquellos aposentos reales. Corrió hacia donde se encontraba el rey, en el salón del trono, recibiendo en audiencia a legados de tierras nórdicas. En voz alta y ante toda la audiencia, Leansed, confundido, furioso y ofuscado refirió al rey toda la historia escuchada a la pérfida Jara. Tras finalizar el relato de Leansed, el rey se levantó de aquel fastuoso trono dorado y exclamó:
- ¡Mentís, como mentía vuestro padre! ¡Habéis osado mancillar el nombre de mi hija!
- Defendéos!- dijo mientras tomaba en la diestra una espada, arrancada de la vaina de un soldado cercano. Por primera vez en su vida, el rey justo no reflexionaba, actuaba inconscientemente. Se lanzó sobre Leansed, que todavía iba armado con los útiles de caza, y recogió otra espada. Debido a la avanzada edad del rey, Leansed no tuvo problemas para defenderse de sus mandobles, pero el rey atacaba cada vez con más furia hasta que Leansed no tuvo más remedio que atravesar al gran Servión III con su espada. El rey cayó muerto al instante y Jara, que había presenciado horrorizada la escena, profirió un grito ensordecedor, que se levantó por encima de las voces de la multitud.
Leansed se percató de la presencia de la princesa Jara, la gran traidora, la que le había obligado a matar al hombre que humilló a su padre... "El honor es un río lleno de sangre que con sangre se limpia" le habían dicho alguna vez a Leansed. Su honor había sido ensuciado y debían pagar con la sangre. Sin dudarlo, el joven Loneriano lleno de odio y locura se abalanzó sobre Jara y le asestó un mandoble que la partió en dos. Ahora el honor estaba limpio de nuevo. Sabía que iba a morir linchado por la guardia real, pero eso ya no le importaba.
- ¡Rápido, a por él!- gritó uno de los soldados. Y todos corrieron con furia hacia el joven Leansed que empezó a ser golpeado desde todos los ángulos, hasta que le dieron el golpe de gracia y luego... despertó.
- ¡Rápido, doctor, que el paciente está golpeándose de nuevo!- se oyó en aquel hospital mental de Vilches.
Cuando llegaron los médicos era ya demasiado tarde y Leandro Lanero murió, víctima de sus propios golpes.
Se supo que el juez archivó el caso y que el niño, huérfano de padre y madre vivió sin saber nada de lo ocurrido.

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