18 dic 2005

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2.- Miscelánea. Años pretéritos... así éramos hace una década, un lustro, quién sabe.

Un maravilloso amanecer me oculta su secreto: que surge de la oscuridad tras una noche de amor con la luna, que iba vestida únicamente con un manto de lentejuelas que una mano invisible colocó para formar el universo paralelo de figuras que mis ojos dibujan en el aire. Tras esto, nada: vivir y morir.

La sauna indiscreta del amor pasajero del tren hacia Siberia y Asturias, paisajes verdes, blancos y azules donde no quedan restos de la maldad de todo humano, parecidos a bacterias descontroladas y en sintonía con un Universo paralelo que se esconde tras las cortinas de una fiesta acabada, donde los despojos ebrios de la soledad están desparramados por el suelo de aquel castillo medieval castellano o danés. Cuándo y por qué.

EL SÉPTIMO DÍA

Los yermos campos que rodean el camino de vuelta a mi casa me hacían pensar (ya estoy otra vez) en una existencia (y van...) casi inocua, discreta, mediana y estéril, como los propios campos. No saber a dónde me dirigía con mi mente en blanco me ayudaba a ver las cosas un poco más claras, y a la vez, un poco más confusas también. Cuando me daba cuenta de hasta dónde había llegado, observaba con oscura frustración que ese era mi verdadero destino: Ninguna Parte (¡pues vaya novedad!). Pero una vez fue diferente: escribí negros pensamientos sobre mi mente blanqueada, la fui llenando de ideas, de conceptos, de semillas con las que abonar los campos y conseguir que fertilizaran en una explosión de colores y frutos para comer mientras volvía a casa. Y Ninguna Parte fue entonces obra mía. Mi obra suprema con la que dejé el camino para retirarme a descansar el séptimo día de serpientes y manzanas (sí, es lo que estás pensando). Mi obra bendita por mí, inalcanzable para los demás, para los que no la supieron ver ni apreciar, pues para ellos los frutos eran amargos e intangibles (¿cómo es posible?). Era absoluta y maravillosa mi obra sólo mía y para mí. ¡Si la hubieran podido ver ellos...! Qué cosas, qué colores, qué estampida sensorial, deleite sensual y precaminoso. Ya nada me afectaba. Nada me molestaba y eso que no había cercado mi campo, mi jardín divino, tierra de ensueño de la realidad ficticia verdadera. Y ya que ese era mi destino, allí me quedé: si querían visitarme, las puertas estaban abiertas, es más, no había puertas, pero sí puestas, de sol, eso sí: fastuosas y sólo para mí. Aun así, ¡qué pena que no pudieran verlo! Me sentía tan solo y abandonado... Decidí renunciar a las divinas visiones e hice quemar aquel campo; para ello, me ayudaron las ardillas suicidas. Nadie vio el incendio. Nadie me vio a mí. Los árboles calcinados, los polvorientos restos de mis frutos (míos solo) se fueron con el viento susurrante que ya nunca me volvió a hablar, pues mi campo fue otrora su refugio, tras largas jornadas de brega con la Tierra. Nadie me vio ni me escuchó: nadie. Estaba tan solo como antes pero sin mis campos... y apareciste tú y me llevaste de nuevo a casa de la mano por los mismos caminos perdidos y yermos. Y mi existencia sigue siendo inocua, discreta y mediana, aunque ya no estéril. Sembré los campos un día como ahora siembro tu vientre. Y un día recogeremos el fruto de nuestra ardorosa semilla, pero nunca renunciaremos a él. Esta vez, no. Porque somos dos (y la manzana todavía verde).



Y poco más...

Otro día nos veremos, lector invisible.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bien, bien...