9 nov 2006

Una final memorable



Digamos que tenía 2 pandillas:
los amigos de La Pendola y los amigos del colegio, el César Barrios. Era algo normal, casi todos teníamos 2 grupos, o más, de amigos en función de la hora del día. Por lógica, la pandilla del colegio la formábamos los del curso: el "A" y el "B", y yo estaba en el "B", siempre me ha tocado el grupo "B" durante toda mi vida académica, incluida la Facultad, a excepción de un año de instituto.


La rivalidad futbolística entre A y B siempre fue muy fuerte y, a veces, llegábamos a las manos por un quítame allá esa falta; por lo general, nuestro equipo ganaba, no sin dificultades, casi todos los partidos. Pero llegó el momento en que debimos unir las fuerzas para afrontar el campeonato de fútbol, realmente de lo que siempre hemos llamado "futbito", que hoy, por aquello de las nomenclaturas y la modernización, no exenta de cierto snobismo, se denomina fútbol sala.

La dirección del colegio había establecido
un sistema para igualarnos a todos, para salvar la lógica diferencia de edad entre los alumnos. Así, los niños que cursaban desde 2º hasta 5º de EGB, jugaban entre sí un campeonato; y desde 6º a 8º jugaban otro distinto. Esto no quería decir que los equipos estuvieran conformado por gente de la misma clase o curso, pero casi: lógicamente, nadie quería tener en su equipo a los más pequeños.


Entonces yo estaba en el 4º B
de Don Hipólito, un pacense bonachón, extremadamente alto y delgado, que para motivarnos solía prometer salir al patio a jugar al fútbol si terminábamos tal o cual tarea. Claro, por eso todo el mundo quería tener como tutor a Don Hipólito. Pero era el nuestro. En una de aquellas interminables clases vespertinas de los 80, una serie de niños de mi clase decidimos participar juntos en el campeonato de fútbol, contando con algunos del A.

Partido tras partido,
victoria tras victoria conseguimos meternos en la final, que disputamos contra un combinado temible de jugadores de 5º, incluido el que siempre fue mi gran rival, el considerado, hasta ese momento, el mejor portero del colegio, Juanito.

Aquella final se disputó al mismo tiempo que la otra, la de los mayores. Como quiera que el César Barrios tenía 2 patios, luego 2 canchas distintas, no hubo mucho problema: nosotros jugamos en el llamado "patio chico", que a pesar del nombre, siempre ha tenido -y tiene- más superficie que el otro. Pero, claro, los mayores tenían mayor tirón "mediático" y nuestra final tuvo una asistencia mucho menor que la otra, aunque eso nos daba igual: para nosotros era la final.

El partido fue disputado
de poder a poder, porque la superioridad física de los de 5º era contrarrestada por nuestra superior técnica. Ambos porteros tuvimos una gran actuación y nos hinchamos de parar balones, por lo que el resultado del partido fue de 1 a 1. Al empezar la prórroga -hubo prórroga-, yo estaba nerviosísimo, tenía un nudo en la boca del estómago, un vacío que no había medicamento ni psicólogo en el mundo capaz de quitarme. Afortunadamente, la prórroga terminó sin goles, aunque con mucha tensión, lo que dio lugar a una tanda de penaltis de infarto.


3 penaltis cada equipo
y ya nosotros habíamos lanzado los 3; sólo habíamos marcado el primero -uno de los fallados se fue directo al palo. A los de 5º todavía les quedaba 1 penalti y no habían logrado marcarme, pues los 2 tiros se marcharon por los laterales. Frente a mí estaba Lolín, el encargado de intentar fusilarme. No recuerdo muy bien qué pensé durante esos eternos instantes. Quizá ni pensaba. Estaba concentrado, mirando fijamente la pelota. Alcé un instante la mirada y pude ver a Mora, amigo mío, aunque del otro equipo, susurrarle algo al oído a Lolín y volví a bajar la mirada hacia esa esfera de cuero gastada que era el balón. El árbitro, Javi, uno de 7º cuyo equipo había sido eliminado de su campeonato con anterioridad, hizo sonar su silbato. Observé cómo Lolín comenzó su carrera, larga, no llegaba nunca a la pelota, otro paso, un resoplido, un grito, un ánimo suelto, los alaridos del otro patio, otro paso, otro... y golpeó el balón. Aún hoy sigo sin comprender cómo atajé esa pelota. Nada de despejes: la bloqueé, con seguridad, con mis dos manos, que, desobedeciendo a mi cerebro, así son los actos reflejos, se dirigieron con la rapidez de un rayo hacia arriba a la derecha.


Solté un grito que se escuchó
hasta en el centro de Lepe... Toda la tensión se me fue por ahí... por ahí y solté la pelota y salí corriendo hacia el primer sitio que vi, hasta que me di cuenta de que estaba saltando como loco en el otro patio, con todos mis compañeros abrazados, y con todo el mundo mirando aquella locura desatada en forma de alegría.


No recuerdo muy bien lo que siguió
a continuación, pero sí perfectamente lo que aconteció aquella noche, durante la fiesta de final de curso: subió el otro equipo a recoger su medalla de 2º clasificado. Tras ellos, nosotros. Cuando el director del César Barrios, que hacía las veces de speaker, pronunció el nombre de nuestro equipo, todo el colegio rompió a aplaudir. La ovación -hasta ese momento- de nuestras vidas. Desde ese instante todo el mundo empezó a considerarme como el mejor portero del colegio. Y siempre jugué es esa posición hasta 8º. Posteriormente, fui el portero más joven -estaba en 6º- en ganar una final "de los grandes" en el colegio.


Todo esto me pasó en el colegio,
en el de mi barrio. En el de La Pendola.

Gilgamesh Goalkeeper v.2.0

2 comentarios:

Chito dijo...

Me encantan las rutinas de este romano loco. Me encanta el futbol y me gustaban los partidos de patio de colegio. Felicidades por el post... hablas de mucha más gente... hablas de todos los que no conocimos la psp y decidimos jugar al futbol. Saludos a todos los futboleros de corazón (en este caso da igual que sean sevillistas)

Chito

Anónimo dijo...

Jugar al fútbol, ir a tirarnos pedradas, poner petardos, jugar a la flecha, en fin, haciendo infancia y amigos... sean sevillistas o béticos... o, peor, apolíticos del fútbol.