4 dic 2006

La improbable historia de un frenazo





No podía ser. Por más que lo intentara, entre silencioso y charlatán, no encontraba la forma de no negarse a decir que no, ni sabía cómo no decirlo, así callara, así hablara, así cantara las cuarenta o las veinte, de menor valor pero que significa sumar. Delante del espejo se repetía que no podía ser, tenía que acabar, debía terminar, urgía la necesidad de evidenciar que no estaba por la labor de expresar un no rotundo. Siempre acababa por liarse y a veces afirmaba, otras negaba y otras que si no lo sé ni me importa y allá que se quedaba tan intranquilo, con el desasosiego de no saber ni qué decir.

Optaba por decir lo que fuera, siempre. En un barrio tan familiar, tan de todos nos conocemos a todos, tan de amigos cercanos que son amigos de otros lejanos, con primos en medias distancias o largas caminatas, y se vio en un problema de difícil solución, del que salió bien, pero que apenas recuerda ya.

Era un niño singular, bajito, desaliñado en el vestir y en el hablar, de compañías eventuales pero de la confianza suficiente. Fuera de su entorno, en un barrio tan cercano como lejano, esperaba junto a su madre al gran caballo de hierro sioux, que pasaba cada cierto tiempo por las entrañas abiertas de su pueblo. Un amigo le dijo que no era capaz. Otro le espetaba que fuera capaz. Y fue capaz. Asomaba el tren por debajo del puente, saliendo de la curva cuando el niño se bajó del andén y pisó las vías. Se acercaba la terrible locomotora, todos gritando como loco, entre alaridos y celebraciones, más cerca, y seguía el niño bailando la danza de los malditos en la vía, cada vez más cerca, una bocina, fortísima, que anunciaba la inminente parada, la imposible parada de la máquina más acá del límite de donde el niño se encontraba, demasiado cerca ya y un pie atrancado entre una piedra, a menos de 5 metros y las caras de pánico, de horror, del niño, de la madre, de los amigos, del maquinista en su primer día, del sol brillando a lo lejos, de las nubes y a 2 metros que chirrían cada vez con más fuerza las ruedas y el niño que ve una luz y se lanza hacia ella.

Subió tranquilamente al andén escuchando los gritos de pánico de su madre, observando un corro de gente que se apresuraba a no se sabe qué, con el susto en el cuerpo. Subió la camilla a la ambulancia y lo último que recordaba era que no dijo que no. Expiró cuando ya se cerraban las puertas de la ambulancia.

No. No era yo ese niño. Habría sido una buena historia del barrio si alguna vez hubiera sucedido de ese modo. Una historia algo trágica, de las que no se olvidan, pero nada. Literatura barata y mala simplemente. Lo único de verdad en este relato, si puede llamarse así, es que los niños de La Pendola jugábamos, en cuanto veíamos venir el tren, a subir y bajar un par de veces desde el andén hasta la vía en la Estación, con gran cabreo de nuestras madres, obviamente. Así éramos, muchas veces, los niños de mi barrio, de La Pendola.
Gilgamesh's Railway

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