Pude ver, con los ojos bien abiertos al frío del moribundo noviembre, una ciudad o un antiguo pueblo sitiado por catapultas con forma de cruz, nuestra cruz de cada día. Casi era noche cerrada en una de las almenas del castillo, y ayudados por una vela, subimos no sin cierta inquietud, no sin cierta curiosidad, que todo lo puede, a lo alto de la torre más alta. Sobre el suelo reposaban las flechas del anterior ataque, venablos, piedras, los restos de algún pasado recuerdo de alguien que un día fue el vigía. Una nube de arrebol se resistía en el horizonte sucio, indecisa, sin saber si morir o resistir, sabiendo que su destino estaba sellado hasta la tarde siguiente, sabiendo también que la verdadera victoria es la resistencia a lo inevitable.
Pude ver las miles de almas que pululaban entre los restos del cerco, alegres y sin vida, como si nada hubiera ocurrido. Miré hacia abajo, con sorpresa, como si nada hubiera ocurrido, inventando de manera imprecisa la procedencia de una insensata felicidad de cada uno de los espíritus que, sin saberlo, habían muerto al alba, antes siquiera de haber nacido, ese pecado que todos cometemos alguna vez y que otros cometen varias veces.
No sabía con exactitud si el cielo era mi suelo o si desde arriba estaba viendo una luz a lo lejos, muy lejos, un faro quizá, entre las miles de fronteras artificiales, límites de la mente; o muy cerca, apenas más allá del río, por donde antaño atacaban piratas sin piedad. Tranquilamente recogí una saeta del suelo, o del cielo, y la rompí, como se rompen las lanzas, por mí, por nosotros.
Nos quitamos el yelmo y acercamos la vela a uno de los restos de la metralla. Pudimos leer una extraña inscripción que no acabábamos de entender. Es posible que aquello estuviera allí desde antes de nuestra llegada, escondido de manera silenciosa. Es posible que aquello fuera un adelanto del asedio que todavía nos quedaba por sufrir, apenas comenzado el de hoy o el de ayer. Me acordé de repente de aquella historia numantina, pero también recordé Samarcanda y el Gran Khan, y me entristecí, me alegré a un tiempo y me quedé indiferente luego.
Miramos de nuevo a nuestro alrededor y decidimos bajar de la almena, después de ver nuestra segura derrota, que no por segura sería menos costosa para los otros, los que desde allá lejos nos miraban a través del catalejo, entre risas, entre nuestras lágrimas, que cayeron como agua del cielo, de las nubes, de aquella nube de arrebol en que nos convertiríamos, resistiendo hasta el final, hasta esa pequeña e íntima victoria.
Y no fue desde el cielo de mi barrio, el cielo de La Pendola, del suelo de La Pendola. Más allá o un poco más cerca puede suceder, o sucedió.
Gilgamesh On Top
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