Como el resto del conjunto que lo envuelve, nunca fue lugar para la poesía cara o barata. Nunca existieron a su alrededor alamedas, aunque sí que circularon por él hombres verdaderamente libres, esclavos de sus recuerdos, de sus actos, pero libres al cabo. El espejo me devuelve una imagen hecha jirones, con retazos de odio y de desesperanza porque ya lo he abandonado o quizá fue él quien me abandonó a mí en medio del desierto, o del océano, tanto da, junto a otros náufragos agarrados a un trozo de cielo rojo en el atardecer.
Me fui despegando poco a poco y luego de golpe. Me fueron desazonando las miradas, desgastando las sonrisas de un paseo desde mi casa hasta quién sabe dónde y por qué motivo. Nunca fue, desde luego, lugar para sueños de grandeza porque está satinado por la humildad perdida, vendida al mejor postor. Fueron mil... Dónde se han visto trabajadores, bruñidores del destino propio, sudores fríos, luchas por el pan, la sal y la vida, viajes desde el infinito hasta allí, junto a mi abuelo, junto a mis padres. Quedaron lejos, atrás, en otro tiempo y dejaron de ser. Todo dejó de ser. Nunca fue lugar, no, para ilusiones o sí lo fue pero se perdieron por el camino que nos conduce hasta este punto exacto del universo en el espacio y el tiempo, que a un tiempo es presente y pretérito y, de algún modo, futuro. Todo nos ha llevado hasta aquí, junto a la no existencia, junto a la melancolía de la despedida. Ya no caminamos uno junto al otro, por el momento.