10 oct 2006

La ingenuidad de un niño... (y III)



La Navidad es una época esplendorosa para que un niño -o un grupo de ellos- dé rienda suelta a lo que sus maquiavélicas cabecitas planean como verdugos medievales. Es tiempo de vacaciones, es tiempo libre con niños por las calles maquinando lo que en otros lares y con otras edades se llama kale borroka. No os asustéis, pero es así. "La ingenuidad de un niño" he llamado a esta serie, que sigue dando ejemplos contrarios a ese tópico refutable a todas luces.

Muchos niños en La Pendola y toda la tarde por delante. Una tarde corta, claro, enseguida se hace de noche. Camuflados por la oscuridad, nos dirigimos a La Lonja o La Lota, que así, indistintamente, se solía -y se suele- denominar a lo que ahora es un pabellón deportivo y que antaño funciono como tal, como una lonja. Con el declive de la actividad pesquera en el barrio, el ayuntamiento de turno la convirtió en centro de actividades culturales: escuelas-taller, escuelas de pintura, de baile... hasta, si recordáis, albergó un belén viviente en 1988, donde estuvo servidor en plan estelar. El caso es que junto a la Lonja había un contenedor de vidrio, y junto al contenedor, una moto, una roñosa Mobylette del "tiempo la jambre". Fue como una conexión dibólico-celestial; vaciamos el depósito de la gasolina y lo rellenamos con los restos de alcohol de las botellas que quedaban a nuestro alcance. Sentados en la puerta del Bar Salgado vimos toda la escena, incluida la del tío intentando arrancar en vano la moto y mentando a nuestras queridas madres, indirectamente, porque el tipo ni siquiera sabía que éramos nosotros.

Con las mismas, como era Navidad, época de petardos, no dudábamos en bombardear los portales de 1 de cada 4 casas de la calle Zaragoza, con el consiguiente cabreo de sus propietarios. Claro, si sólo hubiera sido un día... pero es que lo hacíamos a diario durante lo que duraban las vacaciones y además, casi a la misma hora: era tremendo que los vecinos de la calle no se dieran cuenta del asunto.

Y para terminar de forma poco brillante esta trilogía de angelicales e ingenuos actos infantiles, os contaré una de las mejores. También en la Lonja. Frente a una de sus esquinas -el edificio ocupa toda la manzana- siempre ha estado el almacén de frutas de Rangel, a quien de vez en cuando el stock de fruta se le pudría y no tenía más remedio que tirarla al contenedor de la esquina de su calle. Merodeando por el lugar estábamos nosotros, a quienes, por niños, nunca nos habían dejado entrar en algunas clases de pintura o lo que fuera que se daban allí dentro. Claro, le cogimos tirria a todo aquello, especialmente a algunos monitores, que eran un tanto remilgados o, en pendolero antiguo, mariquitas.

Naranjas podridas en ristre, nos dirigimos hacia una de las ventanas donde se impartía una lección de pintura. Alguien golpeó en la ventana a modo de llamada y no fue otro que el monitor de la clase, uno de nuestros más odiados antagonistas, quien abrió. Tras aquella reja estábamos 10 ó 15 niños dispuestos a fusilar a bocajarro, con un arsenal comparable al de todo el Estado Mayor del Estado de Israel, al pobre demonio que se atreviera a... ¡FUEGO! Lo último que recuerdo es la cara, indescriptible, que se le quedó a aquel tío y a nosotros corriendo como poseídos por la risa.

Y hasta aquí hemos llegado. Luego dirán que los niños son ingenuos, unos angelitos que no poseen la maldad. Pues de eso, en La Pendola, en mi barrio, teníamos muchísimo. Con los años aquello ha pasado a ser anécdota, lógicamente. Sirva esta trilogía de confesión y redención de nuestros pecados. La penitencia, que no es tal, la llevamos por dentro: una infancia feliz para mí y los que me rodeaban. Gracias, amigos.

Gilgamesh' Evil Empire

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