28 ago 2006
2 ago 2006

Aunque ocurrió hace tanto tiempo que mi memoria apenas puede retener una decena de imágenes, todavía se mantiene en mi cuerpo aquella sensación de triunfo por haber llegado tan lejos, desde tan lejos, por un camino que hasta entonces sólo estaba al alcance de mi imaginación. Los distintos caminos, vitales o no, toman siempre una forma insospechada y aquella primera gran aventura empezó a desvelarme los discretos encantos que tiene el paso del tiempo, con sus vértigos y calmas de cielos abiertos. Como a un Proust cualquiera, quizá esa vivencia concreta me colocó ante mi futuro y el de todos nosotros, intentando buscar un tiempo perdido cuando la infancia primera se me empezaba a escapar de las manos. Con el discurrir de los años me di cuenta de que, probablemente, el motivo de la aventura no era otro que la propia aventura. Pero podría ser de otra forma.
En otro de esos sábados de primavera en La Pendola, Jose nos relataba cómo había sido capaz de llegar hasta la presa de Los Machos desde el puente de La Tavirona remontando el río Piedras con algunos de sus primos, que no eran del barrio. Escuchábamos a Jose sentados en el banquillo del Estadio; nada que sorprendiera a Franci, que ya lo había hecho antes, pero que nos mantuvo en vilo a Mora, a Diego y a mí, que nunca habíamos sido capaces de imaginar una aventura como aquella que ya estaba terminando de contar Jose.
- Pues deberíamos ir nosotros por nuestra cuenta -dijo Diego.
- Es verdad -afirmó Mora-. Como vosotros dos -dijo refiriéndose a Jose y Franci-, ya habéis estado allí, nos podéis ir guiando.
- Eso no es tan fácil -replicó Franci-. Hay que tener mucho cuidado porque el camino tiene sus peligros. Además, podemos acabar con todos los pies sajados, porque hay zonas en las que tenemos que ir descalzos.
- Bueno -dije yo envalentonado-, pues nos ponemos descalzos. Tenemos que ir como sea.
Entre éstas y otras conversaciones se nos iban escapando las primeras horas de la mañana. Habíamos quedado para jugar al béisbol, que estaba de moda entonces, y la gente empezaba a llegar. Para cerrar el asunto, después del disputado partido en el que logré batear la bola hasta bar Abuelito, con una pelota que voló describiendo un extraño ángulo y que rebotó en la fachada de la casa de Diego, anunciamos nuestra intención de llegar desde el puente de La Tavirona hasta la presa, tomando para ello el cauce del río. Muchos dijeron que vendrían, pero al final se echaron para atrás, porque, después de comer, a eso de las 4 de la tarde sólo estábamos en el Estadio los mismos que hablamos de aquella aventura aquella mañana: Jose, Franci, Mora, Diego y yo.
Comenzamos a caminar bajo el sol tomando la vía del tren hacia delante y aproximadamente una hora más tarde ya habíamos llegado al puente. Nos quedamos parados en mitad del mismo para decidir por qué lado del margen del río íbamos a empezar. Franci, que era el mayor de todos nosotros y que había sido el "pionero" del barrio, o al menos de nuestra pandilla, en aquellas lides, dijo que lo ideal era coger por la parte derecha, y para ellos teníamos que cruzar La Tavirona. Desde allí arriba era imposible bajar hasta el lecho del río, que tenía un caudal muy pobre, debido a la entonces reciente construcción de la presa, por lo que tuvimos que caminar, casi escalar unos cien metros para conseguir llegar hasta un terraplén desde el que podíamos alcanzar con relativa facilidad el río.
Pero nadie dijo que iba a ser fácil. Aquel pequeño barranco tenía varias grietas de un metro de grosor que teníamos que saltar; Franci, el más ágil de todos nosotros, saltaba primero y nos ayudaba a los demás, dándonos la mano. Uno a uno íbamos pasando por aquella peligrosa senda, sin sospechar que a aquello, en un futuro breve, sería considerado un deporte y se denominaría "barranquismo".
En cualquier caso, llegamos al pequeño terraplén y desde allí ya podíamos bajar hasta el lecho del río, no si antes tener que afrontar un salto de un par de metros hasta el suelo. Con más o menos brío, nada más empezar y ya el Piedras empezaba a pasarnos factura, continuamos con nuestro camino por aquel lecho reseco, la primavera que finalizaba había sido bastante calurosa, lleno de guijarros blancuzcos. No obstante, el río no estaba seco del todo y habríamos de comprobarlo un poco más tarde. Nos encontramos con que el barranco nos cerraba el paso por la derecha.
-Hay que cruzar el río a nado -dijo Franci-, porque, aunque no lo parezca, es muy profundo.
-No me digas- espetó Mora, que no sabía nadar.
-No pasa nada, Mora- replicó Diego-, que para eso trajimos la pelota.
Efectivamente, con nosotros viajaba nuestro balón, comprado entre toda la pandilla para jugar en el Estadio y que en aquel momento sirvió para que todos los que comenzamos la aventura la termináramos. De nuevo, uno a uno, y quitándonos los zapatos, comenzamos a cruzar el río. Cuando llegó mi turno, aunque sabía nadar perfectamente desde hacía mucho tiempo, decidí comprobar si realmente el río era tan profundo.
Pues sí, lo era. Nada más dar el primer paso, me hundí en el agua. Así que no tuve más remedio que nadar hasta la otra orilla, que apenas estaba a cuatro metros, si bien mis zapatos quedaron empapados. Detrás de mí cruzó Mora, abrazado al balón.
Ese margen izquierdo estaba totalmente embarrado, probablemente porque el suelo era arcilloso y porque en esa zona los árboles daban sombra durante todo el día, así que seguimos descalzos, hundiendo nuestros pasos en el barro. Pero debajo de la arcilla había un lecho sólido de piedra pizarra cuyas aristas nos estaban sajando los pies a base de bien. Al llegar a un trecho más seco pude comprobar -aparte de que mis pies estaban llenos de cortes- que, de nuevo, había que cruzar el río si no queríamos salirnos del camino marcado desde el comienzo, pues más a la izquierda existía una densa arboleda que no formaba parte, ni siquiera, de la zona inundable del Piedras. Era cuestión de principios. Así que, de nuevo, a nadar hacia la otra orilla siguiendo el procedimiento anterior.
Nos encontrábamos ya a mitad de camino cuando hicimos un gran descubrimiento: una gran roca que nos impedía el paso, otra vez. Pero no era una roca cualquiera, al menos para mí no lo fue desde que la observé de lejos.
-¡Fijaos! -dije-. Esa roca tiene la forma de una cabeza de león.
-¡Es verdad! -exclamó Franci-. Nunca me había fijado.
-¡Hostia! -dijo el resto al unísono.
La gran roca con forma de cabeza de león se levantaba ante nosotros soportando, también como nosotros, el sol plomizo de aquella tarde. Fijarse en aquel gran peñasco hizo a Franci caer en la cuenta de una historia que le habían contado en su anterior incursión por el río. Nos refirió que le habían dicho que a esa altura y hasta la presa, el río esta lleno de sanguijuelas. Temerosos, dirigimos todas nuestras miradas hacia aquella ya más escasa afluencia de agua, con la certeza de que ahora estábamos obligados a franquear el río por allí o nuestra aventura habría acabado miserablemente en la cabeza del león. Ahora ignoro si aquello era verdad. Probablemente, no. Pero en aquel momento teníamos miedo de meternos en el agua. En cualquier caso, la temeridad y la audacia son inherentes a los niños y quisimos continuar, tomando todas las precauciones, como examinar el agua antes de meternos, incluso cuando a esas alturas, a poco del final, el río era apenas un arroyo pequeño y el agua nos llegaba difícilmente a los tobillos.
Con el miedo en el cuerpo, a pesar de los pesares, vislumbramos al fondo la presa. Al poco, habíamos llegado a nuestro destino, habíamos sido capaces de terminar la gran aventura. Como premio obtuvimos un refrescante baño en uno de esos pequeños lagos que se formaban con el agua de la lluvia a los lados del río, porque sus entrañas fueron removidas para construir la presa de Los Machos. En la actualidad, con las distintas obras que se realizaron en la zona para hacer caminos rurales, han desaparecido la mayoría de aquellos oasis campestres.
Chapoteando en el agua, sumergiéndonos en ella para comprobar que el fondo del lago no estaba a nuestro alcance casi se nos fue la tarde y teníamos que volver, como siempre a La Pendola, si bien anduvimos con los pies llenos de pequeñas heridas y cortes. Y así lo hicimos, aunque ya no descendiendo por el río. Todavía recuerdo a Mora nadando ayudándose del balón, a Jose tirarse desde muy alto al pequeño lago y a mí, sentado en el borde, remojándome los pies, pleno de felicidad por la hazaña conseguida. Muchos años después me acordé de esto mismo y decidí rememorar aquellos hechos escribiendo una historia más del barrio. De mi barrio. De La Pendola.
19 jul 2006
¿Qué veis? Pues lo mismo que yo... Pero no. Se trata de un templo con el sol naciente detrás, símbolo del Instituto de Estudos Orientais de Brasil. Aunque parece otra cosa...
El siguiente ejemplo es mejor incluso porque, ¿se trata de la clínica de un pediatra o de un pederasta? Juzgad por vosotros mismos.
Por eso, existe desde hace tiempo un premio (honorario, por supuesto) para los logotipos con reminiscencias fálicas. Y para muestra...
Pero el ganador ha sido, por amplia mayoría, el primer logotipo que os he enseñado. Pues que se queden el diseño que yo me quedo en La Pendola.
15 jul 2006
Te metes la terraza por el culo
Tengo por costumbre no entrar, a menos que tenga una relación cordial con el propietario, en discotecas, bares o terrazas que tengan uno, dos o tres porteros a la entrada. Su simple visión me hace caer en la cuenta de que el local no merece la pena. En tiempos, esa circunstancia no era común por estos pagos, así que tuve que descubrir la existencia real de tan brillantes personajes en mis exilios estudiantiles. La experiencia de aquellos años me enseñó que un portero en la puerta suele ser señal de una actitud recalcitrantemente clasista del dueño del garito en cuestión.
Y volví a Lepe, ya no a mi Pendola, aunque la sigo llevando por bandera, y el turismo de masas empezó a generar beneficios económicos y pérdidas insospechadas de calidad de vida (nocturna) de un servidor y supongo que de mucha gente. Durante la época de esplendor de El Terrón, por lo menos, había una oferta, llevémoslo a esos áridos términos económicos, variada. Se podía elegir entre varias opciones y mi elección siempre fue el Vértigo, por muchísimas razones; entre ellas, el buen rollo que se respiraba allí, a pesar de los comentarios negativos de mucha gente, generalmente imbéciles mal informados o con un coeficiente intelectual inferior al de un babuíno, o ambas cosas. Claro que en los alrededores se consumía droga, pero menos que en otras zonas y locales. El Vértigo era juzgado por la apariencia de los que allí nos congregábamos, generalmente gustadores del rock, gente de pensamiento distinto al del resto de moradores nocturnos del puerto. Y también había fama de que allí no se ligaba, pues no iban mujeres... Me carcajeaba de la ignorancia supina de aquellos que proferían esas palabras: allí se ligaba mucho más fácilmente que en otros locales, por cuestiones meramente de afinidad, bien ideológica, bien musical, bien estética.
El caso es que esta visión del Vértigo tiene mucho que ver con el clasismo, aplicado, vanalmente, lo sé, pero es una señal, al ocio nocturno, a la movida o como se quiera llamar.
Alguna vez me quise salir del Vértigo para entrar en otros locales, y en la mayoría de ellos no tenía ningún problema. Me gustaba especialmente el Talismán del gran Rafa Toscano y el Galeón del no menos grande Cipri. Pero cierto día, quizá siguiendo a mis amigos, me dispuse a entrar en el Cabo Coco, que más o menos así se llamaba -y se sigue llamando, por lo visto- el garito, bueno, el local, pues no merece la connotación de "garito". Allí, el lumbreras del portero, que se expresaba como un niño de 7 años que va al logopeda, me dijo que no podía pasar con esa ropa. Como no soy de discutir y además tampoco tenía mayor interés por adentrarme en los mundos de Yupi que era aquel local, me largué y punto, pero me prometí que nunca jamás en mi vida volvería a intentar siquiera entrar allí. Y lo cumplí.
Ha pasado el tiempo y la cosa ha ido empeorando: El Terrón, en su mayoría, es casi un despojo de lo que fue, excepto por una cosa: el Puerto de Indias. Y aquí sobreviene la tesis principal de mi digresión.
Nunca he entendido por qué la gente se empeña en querer ser tratados como auténticos -sé que suena a tópico, pero es así- borregos: espera adocenada en una larga cola, con la muy real posibilidad de quedarse fuera, porque al genio de turno no le guste algo de ti: bien tu cara, tu vestuario, tu cuerpo... Y por ahí sí que no paso.
Decíamos del Puerto de Indias. El año pasado por estas fechas, abría, con gran e incomprensible éxito de público, el entonces llamado Oxi Buda -o como quiera que se escriba-, con una filosofía clara: sólo la llamada "beautiful people" podía entrar allí. El caso es que la actitud de los dueños del Puerto de Indias era un clonaje perfecto de aquélla. Pero, como se dice, "esto es como tó": al personal le dio por irse al Oxi Buda. El propietario del Puerto de Indias, se enrabietó y acudió a una reunión que habían convocado las Juventudes Socialistas para abordar el tema de la movida nocturna. Uno de los que más intervino en aquella charla fue este absurdo personaje, un tipo algo lelo, venido de Sevilla, y dispuesto a hundir a cualquier precio a su competencia. Ante mi asombro -yo también asistí a la reunión- veo que el tipo empieza a aducir razones para atacar al otro que me cabrearon un mucho, y una de ellas era el trato que recibían los jóvenes allí, en el Oxi Buda, en la puerta especialmente. Pensé para mí que había que tener la cara muy dura para decir aquello y me callé por no liarla. Pero tendría la oportunidad de vengarme.
A finales de agosto, el Puerto de Indias comenzó a recuperar algo de público. Y el dueño del local, de nuevo, volvió por sus fueros: además de clasista, discriminador. Mi pareja y una amiga querían ir a buscar a una tercera amiga dentro de esa terraza. Pasaron las dos pero el dueño, el mismo tipejo que fue a quejarse, a llorar como un cobarde pidiendo ayuda a políticos y no políticos, me paró en seco y me pidió 6 euros por entrar. Claro. Me mosqueé. Le dije que se dejara de cachondeo y que me dejara pasar sin más. Me dijo que no, que eran 6 euros, por ser hombre... Así que le grité en su cara de boniato: "Pues luego no vayas llorando por ahí como una maricona (perdón por lo ofensivo del comentario, pero me salió así) quejándote del 'otro'". Al principio no pareció entenderme, pero al momento, sus dos neuronas interconectaron y recordó. Yo, fiel a mi deseo de vengarme, le aconsejé que no fuera a una próxima reunión sobre el tema, porque allí hablaríamos todos y bien clarito. Me preguntó que si le estaba amenazando: le dije que le estaba diciendo la verdad y que si quería tomárselo de esa forma, mejor. Me hizo otra pregunta: que a qué me dedicaba yo. Le respondí. Él espetó que se dedicaba a eso y yo lo sentencié con que yo no me hubiera intentado aprovechar de alguien que me había querido ayudar en el pasado, ni discriminaba a la gente en mi trabajo en función de su clase, sexo u otras tendencias.
El tipo se dio la vuelta y bajó la cabeza. Mi venganza estaba servida, pero aún quedaba el remate. Con cara compungida, finalmente -el tipo, además de clasista, era un pusilánime: yo, al menos, me hubiera mantenido en mis trece y si soy un capullo, lo asumo pero tú no entras- me dijo que podía entrar. Y mis palabras exactas fueron: "ahora te metes la terraza por el culo". Y me quedé en la puerta, triunfante, desafiante, viendo cómo el panoli dejaba entrar a "mis" dos chicas y yo me quedaba fuera el rato que tardaran en encontrar a la tercera amiga, sin darle el placer de verme entrar en su mierda de local, aguantando la dignidad de aquellas palabras que le solté a la cara.
Aunque mi actitud podía parecer chulesca, que lo fue, pudo haber sido peor. No caí en ese momento en llamar a la Guardia Civil para denunciar al figura por discriminación, cosa que podéis hacer vosotros si se os da un caso parecido.
Desde entonces, me cuido mucho de entrar en locales que tengan portero en la entrada: no hay cosa que más me reviente que el clasismo. La masificación de La Antilla tiene muchas cosas negativas, y una de ellas es esto que comento. Ahora, el Oxi Buda se llama Opium Garden, una terraza de ambiente supuestamente selecto, con las mismas pamplinas del Puerto de Indias pero elevadas a la decimoquinta potencia. Y es que Opium Garden pertenece a un grupo de discotecas, terrazas, locales, no sé bien cómo definirlos, denominado The Opium Group, con sede y símbolo en Miami (ciudad que odio), a donde sólo puede accerder la pretendida "crème de la crème". Y para muestra un botón: el día de su inauguración pasaron por allí una cantidad considerable de "famosos" de los de segunda fila, en representación de la supuesta "beautiful people" que comentaba anteriormente. Un auténtico repertorio de intelectuales, vamos.
Pues eso aplicadlo a La Antilla y obtendremos como resultado otra terraza que no pienso pisar en mi vida como usuario.
No es todo lo que podía decir del ocio nocturno veraniego de ahora, pero la esencia está ahí. Menos mal que estas cosas no ocurren en mi barrio. En La Pendola.
10 jul 2006
"Vivir, dormir, morir: soñar acaso", dijo Hamlet. Y un sueño tiene que nacer. Como todos. Como nosotros. Nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Una cadena. Una cadena con un principio, siempre el mismo principio. Lo primario. No. No fuimos hechos con barro mas sí somos carne. Carne y lo que damos, unos sí, otros no, en llamar espíritu. Soñar acaso. Soñar en verde. Soñar la esperanza de lo primario. Un acto de amor, de fuerza, de animalidad, instintivo, ansioso, calmo, trémulo, todo a un tiempo. A un tiempo. Deconstruido o analítico o sintético. En verde, en esperanza. Primario e irracional y racional al cabo, como la belleza femenina, de mujer, primaria, deconstruida y verde. Nada podemos contra la potencia de su vientre creador.


Mujer que nos mira, mirada verde deconstruida-analítica-sintética, que nos vuelve a mirar, empieza a excitar nuestro cerebro aturdido.

Miradas, desde el ángulo imperfecto de los rostros que nos miran, perfilando el verde mujer.


Agarrados a la supervivencia. Las ganas de abrazarla no cesan, ni la esperanza de un abrazo tierno y fuerte, ceñido, verde, esperanzador, de un mundo mejor, más amable y amado.
Y también alrededor de su cuerpo de mujer deconstruida llegamos a la excitación de los sentidos en todos los sentidos, del espíritu, que sigue bajando y buscando la plenitud en verde esperanza.

Por eso, bajo los pies dominadores de la mujer verde y deconstruida somos capaces de someternos a una belleza incondicional e ideal, observando un espacio inabarcable, sinuoso e insinuador.

Insinúa la mujer en verde y portadora de nuestro gen primario, hacedor de vida y locura, que nunca da la espalda a su condición de ideal; por eso la desnuda y nos la ofrece como en sacrificio por la esperanza.

6 jul 2006
La robona
Hacer novillos, hacer pellas, hacer rabona, en Lepe y en mis tiempos de niño, era hacer la "robona". Desconozco cómo se le llama ahora por La Pendola y por Lepe a esa misma acción, porque, además tengo muy poca experiencia en esas cuestiones... La primera vez que hice la robona también fue la última y no porque no fuera un rebelde, que no lo era, sino porque me gustaba en, en su justa medida, eso sí, el colegio.
Se acercaba ya el verano y estas cosas del horario escolar continuo no se llevaban todavía. Salí de la escuela a la hora de comer y en la puerta de mi vecino Franci estaba su primo Jose que, a pesar de ser de La Pendola, iba al colegio Río Piedras, pues así lo quería su madre. Jose me dijo que no tenía que ir a clase por la tarde y que si quería acompañarlo al puente de la Tavirona. Le contesté que sí que quería, pero que no podía, que yo tenía Plástica después de comer.
-Pues haz la robona- me dijo Jose.
-¿La robona? Me matan como me cojan...- contesté yo, mientras me empezaba a rondar por la cabeza la idea de hacer a robona.
-Venga ya,-replicó- que no se va a enterar nadie.
No hizo falta mucho más para convencerme. Por primera vez en mi vida, iba a hacer la robona.
Comí más deprisa que de costumbre, con ansiedad."Hacer la robona", pensaba casi obsesivamente. Terminé de comer y me dispuse a ver un poco la tele antes de "regresar" al colegio. Miraba hacia la pantalla pero sin prestar atención: estaba preparando mi plan de fuga, que luego no sirvió de nada, porque todo resultó más sencillo que el intrincado entramado de acciones que pretendía llevar a cabo.
Salí de mi casa con la mochila a los hombros, aunque rara vez la llevaba por las tardes al colegio: las asignaturas que se impartían a esa hora no eran precisamente de las fuertes. Pero yo tenía que llevarla para no dar lugar a la sospecha. En condiciones normales, si alguien hubiera querido pensar mal, me habrían pillado en el momento, pero quién iba a decir que el niño se iba a saltar las clases.
Llegó el momento de entrar a colegio y enfrentarme al reto. Como digo, todo resultó sencillo: no dejé verme por la puerta del César Barrios hasta que todo el mundo hubiera entrado en clase. Tenía la obsesión de que por lo menos, y de nuevo para no levantar sorpresas, debía entrar en las instalaciones del centro, cosa que hice. No había ni un alma en el patio y crucé a toda prisa las pistas deportivas para saltar la reja del colegio hasta la explanada que había junto al mismo y de ahí, como habíamos convenido Jose y yo, a los Siete Cuellos.
Con el corazón a cien, le dije a Jose que se diera prisa en tomar el camino del puente, que no era otro que la propia vía del tren.
Ya lejos de La Pendola, del colegio, de los mayores, de todos, respiré más tranquilo, pero no mejor, porque la mochila empezaba a pesarme, pues dentro iban todos los libros y libretas que utilizaba normalmente en clase, y para colmo, hacía un calor infernal: eran las 4 de la tarde.
Una escapada, una robona como aquella, levemente premeditada, dejaba muchos cabos sueltos. A medida que avanzábamos hacia el puente de la Tavirona, íbamos dejando atrás campos y más campos, árboles y más árboles, animalitos y más animalitos, pero no al sol, que apretaba cada vez con más fuerza. Con todo el calor del mundo sobre nuestros esfuerzos, llegamos por fin al puente. En aquellas circunstancias, sólo ver el río me reconfortaba, aunque muy poco. Agua... Cruzamos el puente y vi a Jose muy dispuesto a seguir.
Jose explicó -yo sólo había llegado a pie hasta la Tavirona - que más adelante había otro puente, muy pequeño, que cruzaba un riachuelo donde podíamos beber agua. Efectivamente, un par de cientos de metros más allá, en término municipal de Cartaya, estaba el puente, el arroyo y una casa junto a ellos. Bajamos rápidamente al lecho del arroyo y observamos que el agua tenía un color raro. Pero nos daba igual: nos pesaba la sed y esfuerzo y, especialmente a mí, esas dos cosas y la mochila. Nos agachamos y pusimos nuestras manos en forma de cuenco para llevarnos el preciado y líquido elemento a la boca. Nada más tocar el agua sentimos que estaba muy caliente, casi hirviendo, vamos. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que era la única parte del pequeño río en la que el agua estaba estancada y que el agua corriente quedaba fuera de nuestro alcance. No había más remedio que beber. Y eso hicimos.
No me quiero ni acordar de lo desagradable que fue beber esa agua cenagosa; además, cerca de allí había campos de fresa, por lo que probablemente el agua estaría contaminada. En ese momento decidimos que se había acabado la escapada y mi primera y última robona. Volvimos como pudimos a La Pendola por el mismo camino por el que vinimos, destrozados, cansados y con unos retortijones de leyenda. Tuve que esperar a que fuera la hora aproximada de mi llegada diaria a casa para entrar, una vez más, para no levantar sospechas. Por fin tenía un poco de sombra bajo la que cobijarme. Se había acabado aquella mi primera robona. Nunca le contamos lo ocurrido a nadie del barrio. De mi barrio. De La Pendola.
Gilgamesh's escape
5 jul 2006
La casa del Escopetón
No estaba precisamente en La Pendola, pero sí en un campo aledaño. La casa del Escopetón llevaba varios años deshabitada en medio de un campo detrás del cuartel de la Guardia Civil. Junto a la casa existían dos cosas que nos llamaban la atención: una higuera enorme y, sobre todo, un gran pozo al que se podía bajar por una puerta que llevaba hasta el agua.
El Escopetón siempre fue un hombre huraño, cascarrabias y viejo. Hasta nuestros oídos de niños curiosos habían llegado un par de historias sobre su vida. Se decía que el Escopetón había estado en la Guerra Civil y que a su vuelta se instaló en aquella casa para no volver a relacionarse con nadie nunca más. Pero, sobre todo, que en su casa guardaba todavía armas y otros enseres de guerra que pensaba utilizar contra todo aquel que osara romper su aislamiento. Eso siempre hizo, cuando éramos más pequeños, que jugáramos a una distancia prudencial de la casa del Escopetón. Como muy cerca, nos paseábamos y hacíamos diabluras en el regajo junto a la cuadra de Carlos, al final del camino de Valdepegas.
Pero fuimos creciendo y éramos cada vez más audaces, pues dos años en la infancia son muchos años y de ser unos pipiolos pasamos a ser todo un comando organizado para asaltar la paz del Escopetón. Poco a poco, formábamos grupos, auténticos comandos que, desde el lecho del regajo, corrían cruzando de norte a sur el campo del Escopetón, con premio especial para el que fuera capaz de golpear la puerta de su casa y salir vivo... Nadie murió, por supuesto, pero sí que nos corría la adrenalina cuando el Escopetón se daba cuenta de nuestra presencia y salía al rellano para insultarnos y amenazar con que iba a coger su escopeta para pegarnos un tiro.
Aquellas incursiones por el campo del Escopetón no eran diarias, claro: teníamos muchas otras cosas que hacer, como jugar al fútbol, a la flecha, a la botella, poner petardos en los zaguanes de las casas y otros juegos que no podíamos dejar pasar.
Al cabo del tiempo, el Escopetón murió y su casa quedó deshabitada, la higuera, seca, y el pozo no tardó mucho tiempo en ser tapado. Ahora que ya no estaba su dueño, los alrededores de la casa se convirtieron en nuestra zona de reuniones, eso sí, sólo los alrededores, porque nadie era capaz de profanar o allanar el lugar de retiro del Escopetón, la casa, porque temíamos que su espíritu la vigilara. Pero la temeridad de un niño es imparable y decidimos que teníamos que entrar, aunque por la tarde y ocultos a los ojos de los mayores. No recuerdo quiénes entramos exactamente, pero entramos.
Lo primero que nos llamó la atención fue que abrimos la puerta con suma facilidad. Ahora quedaba girar el picaporte y entrar en la casa del Escopetón, en su santuario de soledad, en el hogar del hombre huraño y casi desconocido. La casa no era muy luminosa y casi todo estaba en penumbra. En los arcos de madera del pequeño pasillo colgaban grandes telas de araña, y a los lados se abrían las distintas habitaciones. Entrando en la casa a la derecha había una habitación que parecía hacer las veces de trastero. Sin duda, pensamos, ahí estarían las armas de la guerra. Miramos por todo el cuarto, donde se amontonaban cientos de objetos que tenían la pinta de ser muy antiguos, junto a los aperos comunes para las labores del campo, porque junto a la casa siempre hubo un pequeño huerto. Nada que nos llamara la atención más que unos almanaques un tanto subidos de tono, oro para niños, pero de las armas ni rastro. Pero bajo un montón de trastos que nos parecieron inútiles atisbamos un baúl. "Puede ser que..." dijimos todos al mismo tiempo. Apartamos los objetos y, efectivamente, había un viejo baúl que abrimos con emoción y un rastro de temor. Dentro del baúl, más trastos... Pero contenía algo que hizo que tembláramos de inquietud y deseo. "TNT", tres letras impresas sobre una caja de madera, tres letras que nos descubría la verdad del Escopetón. Alguien, con la mano temblorosa, se dispuso a abrir la caja. Nadie dijo en ningún momento qué íbamos a hacer con aquello, y creo que ni siquiera lo pensamos. La tapa de la caja chirriaba conforme se iba levantando y... susto. No, no eran cartuchos de dinamita ni armas: dentro de la caja había decenas de ratas muertas, casi en estado de momificación. Aparte del disgusto, nos llevamos en nuestras pituitarias un olor horrible. Nunca habían existido las armas. Salimos algo decepcionados de la casa del Escopetón pensando en lo que pudo ser y no fue. Supongo que desde entonces el Escopetón descansó en paz, quizá sabiendo, desde la otra vida, si es que existe, que aquellos niños en el fondo sólo querían conocerlo un poco más de cerca.
Cerramos la puerta y no volvimos a entrar más. Contamos lo ocurrido a nuestros amigos, que nos esperaban en el banquillo del estadio y nunca más volvimos hablar del asunto, de esta historia del barrio. De mi barrio. De La Pendola.
Gilgamesh on fire
3 jul 2006
Un desconocido en el coche abandonado
Llegó tan de improviso que nadie se dio cuenta de su presencia hasta los dos o tres días. Alguna mañana de algún sábado de la primavera, estábamos todos disputando uno de aquellos partidos épicos al sol del mediodía. Al tiempo que Diego chutaba y yo volaba de palo a palo, en una de mis características palomitas de portero a lo Buyo, mi mano derecha atajó la pelota y se escuchó un grito:
-¡Eh! Mirad ahí...
Mientras me levantaba del manto de guijarros que era el suelo, salieron todos corriendo hacia el coche abandonado que había junto a la puerta lateral de la casa de Camacho. Una vez de pie, recogí la el balón y también salí corriendo hasta donde estaban arremolinados mis amigos.
Dentro de una Seat Terra oxidada, un desconocido, que sin duda había pasado la noche allí, intentaba desperezarse ante la atónita y curiosa mirada del grupo de niños que conformábamos.
- ¿Qué haces ahí?- inquirió Franci.
- Dormir- respondió el desconocido. - Llevo aquí un par de días. Estoy buscando trabajo y no tengo otro sitio en el que quedarme.
- ¿De dónde eres?- preguntó Jose.
- Del norte y de ningún sitio...- dijo misteriosamente el desconocido.
Aquella noticia fue un íntimo revuelo en todo el barrio. Todo el mundo quería conocer al desconocido, quien se prestaba gustoso a explicar de su vida y de su obra. El desconocido cayó en gracia a las humildes gentes de La Pendola y al poco tiempo era un vecino más, sólo que vivía en una casa un tanto particular. Las vecinas del barrio se encargaban de proporcionarle a diario comida y hasta mantas para que no pasara frío por la noche dentro del coche abandonado. Al poco, el desconocido ya entraba en algunas casas, pues tenía fama de manitas y era capaz de arreglar cualquier electrodoméstico.
En mi casa se había quemado el motor de algún aparato y mi abuela llamó al desconocido para que lo arreglara. Yo me sentí muy feliz de tener al protagonista de aquellos días en mi propio hogar. Allí, en el salón, mientras detectaba el problema y reparaba la avería, charlaba amistosamente con mis abuelos, contando, una vez más su historia.
Al poco tiempo, el ayuntamiento dio orden para que la furgoneta abandonada fuera retirada de una vez por todas. El desconocido se iba a quedar sin casa. Pero las autoridades no contaban con la resistencia de unas gentes dispuestas a defender el hogar del nuevo vecino. El día en que llegó la grúa para llevarse la Terra, decenas de mujeres esperaban junto al vehículo para recriminar tanto a la policía como al ayuntamiento su actitud de querer despojar a una persona de lo que había sido su hogar. Pero las leyes son las leyes y están para cumplirlas. El desconocido tenía que irse a vivir a otro lugar.
A partir de entonces todo cambió. El desconocido empezó a caer en desgracia y aún desconozco el motivo, pero tuvo que irse del barrio para no volver a aparecer jamás. Todo cambió. Ya no era bienvenido en La Pendola. Algo habría hecho. Algo muy malo, pues todos los que hablaban bien de él, ahora lo hacía echando pestes de su actitud. Y todos , menos yo, que nada sabía, tenían que ajustar cuentas con él por no sé qué extrañas razones.
Estábamos sentados en el banquillo de nuestro estadio particular cuando alguien dijo haber visto al desconocido en "los Siete Cuellos" dispuesto a irse del pueblo. Franci, que de verdad tenía ganas de pillarlo, dijo que lo acompañáramos y eso hicimos. Yo la verdad, es que les seguía por hacer tiempo, puesto que no sabía nada de lo ocurrido. Localizamos al desconocido frente al hotel Camelot y allí lo rodeamos. Franci, alterado, empezó a insultarle.
- Lo sé, de verdad... Perdonadme...- dijo el desconocido casi con lágrimas en los ojos.
- Espero no volver a verte por aquí, porque ahora estoy yo, pero si llegan a venir todos los que te quieren coger, te la hubieras llevado- amenazó Franci.
- Vale, vale- respondió el desconocido casi descompuesto.
Gilgamesh's memories.
30 jun 2006
Al cabo de los meses los escombros se convierten en guijarros de todos los tamaños, en una superficie practicable para unos diez, veinte, treinta niños, quienes, después de la sorpresa inicial, corren para avisarse unos a otros. Ha llegado el momento de desenterrar por segunda vez el tesoro escondido: cuatro puntales, cuatro palos, cuatro postes al fin y al cabo. Aquellos niños ya tienen su campo de fútbol.
También teníamos que ponerle un nombre al equipo del barrio, más allá la propia denominación "Equipo de La Pendola". Ocurrió entonces que el ayuntamiento había comprado, por fin, los contenedores de basura; los trabajadores que iban colocando los contenedores llevaban consigo pegatinas de la empresa fabricante de aquellos depósitos. Cuando llegaron al barrio, todos los niños íbamos detrás de ellos mirando cómo los colocaban. Uno de esos trabajadores, tal vez para que lo dejáramos en paz, nos dio tal cantidad de pegatinas que quedamos contentísimos y al tiempo que ya teníamos "patrocinador", obtuvimos el nombre del equipo: Unión Deportiva "Conténur", que así se llamaba la empresa de los contenedores, que creo que sigue siendo la misma de ahora.
Ya estaba el nombre del estadio y la denominación del equipo, del que por cierto, se hicieron hasta categorías inferiores por la lógica diferencia de edad que existía entre nosotros. Una vez, incluso, organizamos un torneo entre los equipos del "Club" con medallas y todo, verídico. Bien, tenemos equipo y estadio: nos faltaba acondicionar ese teatro de los sueños particular. Ni cortos ni perezosos, el padre de uno de nosotros era albañil y nos cedió sus útiles del trabajo para montarnos nuestra propia grada: cubeta, palaustre, cemento y ladrillos... Bueno, al final la grada quedó en proyecto de futuro y nos tuvimos que conformar con un banquillo, que al menos servía para aguantar las esperas, mientras llegábamos todos, y además hacía las funciones de banquillo propiamente dicho: allí se sentaban los suplentes.
En fin, esta es una historia más del barrio . De mi barrio. De La Pendola.
27 jun 2006
Reconocimiento que va más allá de la simple arenga en favor de los Cartayeros porque ¡hay que ver cómo se lo montan...! Todo un GRAN concurso de arrastrar piedras con MULOS. Categoría, competición, premios y hasta bufet libre para los organizadores... Vamos, que lo tiran por la ventana. Como sé que hay gente que quizá no se lo crea, allá va el cartelito que me he encontrado esta tarde en un bar lepero.
Lo mejor de todo es que, después de ver el cartelazo de ese pedazo de evento deportivo-cultural, tomó forma una conversación que escuché sin querer en ese mismo bar y que reproduzco a continuación:
- Aro, Pepe. Ámono dentro de un rato...
22 jun 2006
Han sido muchos años amenizando la madrugada de aquellos aficionados a la NBA, como servidor, con sus comentarios, chascarrillos y canciones, y cómo no, las interpelaciones al gran Antoni Daimiel, Daimiel para los amigos. Por eso, y uniendo otra de mis pasiones, los videojuegos, va este vídeo. Se trata de un tipo jugando al Guitar Hero, un juego que cuando le coges el vicio es increíble... flipad, flipad con el notas este...
¡¡¡Cómo toca la guitarra, Daimiel!!!
21 jun 2006
12 jun 2006

Indiana Jones
cumple 25 años
Me encanta Indiana Jones. Sus tres películas son sencillamente antológicas, especialmente la última, para mí claro; porque desde siempre me han fascinado las ruinas de la ciudad jordana de Petra, a donde tengo que ir antes de morirme porque si no, no descansaré en paz; además, una escena de ese filme fue rodado en las playas de Almería. Los puristas dirán que la mejor es la primera, pero es que La Última Cruzada me la sabía de memoria. Aún hoy, si me preguntas por los diálogos puedo decírtelos de memoria? He visto la última cruzada un millón de veces y no me canso de verla. Me sé hasta los fallos (unos pocos, a pesar del tándem Lucas-Spielberg). Valga este pequeño apunte como homenaje a una de mis películas (trilogía en verdad) favoritas, y aunque siempre me he jactado de tener bastante buen gusto cinematográfico, hablando en plata, saber de cine, es una de mis debilidades, no puedo evitarlo.
He recopilado esta información de la web que aparece en el banner que acompaña este post (cuánto barbarismo-anglicismo, over the glory of my kindergarden); en definitiva, a lo que vamos. El título original de la primera aventura de Indy era ?Raiders of the Lost Ark? o lo que es lo mismo, Saqueadores del Arca Perdida, y nada de En busca del Arca Perdida, como se tradujo por estos lares, haciendo gala de la típica y brillante interpretación-traducción hispana de los nombres de películas extranjeras.
En fin, qué le vamos a hacer. Por si alguien no lo sabía (yo sí, para eso me sé de memoria la última película) el nombre original de Indy es Henry Jones Júnior, pero le gustaba darse a conocer bien como Doctor Jones, en círculos científico-maléficos, depende del momento, bien como Indiana o Indy, cuando iba a bar con los amigotes y se proponía ligotear con toda chica de caderas rimbombantes, porque así se llamaba su perro, del que guardaba bellos y hermosos recuerdos. Por cierto, que Indiana en realidad era el nombre del perro de George Lucas, o sea que? Pero lo mejor de Indy era su profesión: arqueólogo, toma ya: Superman era periodista (jajajaja); Batman, empresario millonario; Spiderman, fotógrafo becario? Y el gran Indiana, arqueólogo, lo que hizo que gran cantidad de adolescentes cegados por el éxito que tenía el amigo Ford entre las mujeres, sus constantes aventuras cinematográficas y otras circunstancias más relacionadas con el subconsciente sadomasoquista (ese látigo?), se lanzaran como locos hacia las facultades de Geografía e Historia en busca de su particular Kate Capshaw.
En fin, que si queréis saber más, pues id dándole a los enlaces y a leer, que buena falta le hace a este país, a ver si subimos la media los pocos que todavía leemos.

2 jun 2006

(Gilgamesh storyteller)
La madrugada había abierto sus largos brazos sobre aquel trozo de tierra llamado Lisord y una fiesta en el castillo del señor soberano rompía el silencio de la noche e iluminaba los apagados campos circundantes, que pertenecían a muchos de los asistentes a aquella fiesta, pobres gentes.
Aquel señor dueño de una incontable fortuna poseía el don de la oportunidad y siempre acallaba a sus más íntimos enemigos con fastuosas fiestas en los momentos de mayor peligro para su reinado. Los lisordianos alababan a su señor y le tributaban pleitesía sacrificando a su mejor animal para cocinarlo y comerlo durante las fiestas. Era un soberano observador y condescendiente con sus súbditos, respetuoso con las leyes terrenales y las divinas y era, en el buen sentido de la palabra, justo. Su castillo estaba situado en lo alto de la colina Mesera desde donde admiraba orgulloso el poderío de su pequeño reino temeroso de Dios. Desde ese castillo cuyas almenas apuntaban todos los días hacia el azul cielo eterno se podía observar, no muy lejos de allí, otro castillo, donde vivía encerrada la princesa Jara, hija del soberano que se llamaba Servión III. Dentro de aquel primer castillo, Utbar, habitado por Servión y su cortejo, reinaba ahora la tranquilidad tras la fiesta con la que Servión obsequió a su pueblo después de su victoria en la batalla que un mes atrás habían ganado a su rival más encarnizado: el conde Siviero, señor de las vecinas tierras de Loner, envidioso y holgazán, ahora muerto, cuyo hijo, Leansed había sido capturado en esa batalla y encerrado también como Jara en un castillo, éste más lejano, fuera del alcance de la debilitada vista del anciano Servión, que vislumbraba cercana su muerte y creía conveniente ver a su caprichosa hija casada para continuar aquella casta de reyes milenaria en su origen.
Creía también el soberano que el esposo de su única descendiente debía ser un valeroso joven de abolengo y para ello pensó en Leansed, aunque fuera hijo de aquel enemigo al que redimiría de sus conspiraciones contra él y acertó pues aquel Leansed era una persona letrada y docta en el oficio de la guerra, caballero de pluma y espada de valentía sin igual y de un coraje tan grande como las tierras de su padre; su larga cabellera rizada le conferían un aspecto señorial que había cautivado a casi todas las princesitas de los reinos circundantes, por las que no había mostrado ningún interés por lo superficial de sus personas. Pero aún no había mirado a los ojos a Jara, hija del eterno enemigo de su padre, pues nunca se pudo acercar a aquel vedado reino de Lisord, misterioso y luminoso al mismo tiempo, donde se dice que los espíritus de sus antepasados hacen guardia durante la noche para proteger a aquel pueblo de cualquier ataque y que por eso eran tan poderosos, sobre todo Servión III, resguardado por sus gloriosos antecesores, casta de invencibles guerreros.
Fue, pues llamado Leansed a Utbar y a la presencia del rey soberano, para sorpresa del joven loneriano que creía iba a ser ejecutado de inmediato, pero que tras un mes que fue contando gracias al paso de un halo de luz entre un resquicio de la puerta de su celda, nada había pasado. Ese mes había sido de profunda reflexión, como no podía ser menos en muchacho letrado, joven, curioso y con ganas de conocerse a sí mismo. En todo ese tiempo, las glorias pasadas de su padre revolotearon en su cabeza y soñó que algún día vengaría la muerte de su progenitor, satisfaciendo de paso la ofensa que suponía ser el prisionero del enemigo acérrimo de Loner. "El honor es un río lleno de sangre que con sangre se limpia" siempre le recordaban sus maestros, aquellos que le iniciaron en las lecturas de fantásticas gestas de los antepasados remotos de su reino.
Una vez aseado y puesto a punto para aquella inesperada audiencia, Leansed fue llevado ante la presencia de Servión III que le obsequió con palabras de ánimo:
- Veo, mi querido Leansed, hijo de Siviero de Loner, que mis súbditos han sabido recomponer vuestro aspecto. ¿Queréis saber por qué estáis aquí?- inquirió el soberano de Lisord.
- No- respondió Leansed-, ni me interesa nada de su majestad, la cual tan vilmente ha matado a mi padre, señor de Loner, y al que juro vengar con la justicia, terrenal o divina, cualesquiera que sea mi fatal destino.
El rey, acostumbrado a la impertinencia de su juventud y en su magna sabiduría y justicia, supo que éstas eran palabras de dolor por la muerte del padre de aquel joven, cuyo temperamento andaba lógicamente ofuscado. Aun así, poco a poco, el impetuoso loneriano fue calmando su ira, gracias a la acostumbrada habilidad del rey para moderar hasta las almas más exaltadas. Así, Leansed fue trasladado al castillo de Utbar donde viviría no como prisionero sino como un invitado más de la corte, asistiendo a esas fiestas de las que tanto había oído hablar y que le estaban vedadas por su padre. Lo que Leansed de Loner ignoraba era que aquellas fiestas eran un pretexto del rey para que conociera a la hermosa Jara, princesa heredera de Lisord, de la que se enamoró nada más mirar a sus ojos azules, su cabellera rubia y su esbelta figura, producto de un artesano divino que se empleó a fondo en el trabajo de tan alta princesa, bella como la luz que del castillo de Utbar visto desde muy lejos.
El acercamiento entre los jóvenes fue paulatino y tras un mes de miradas cruzadas y discretas sonrisas, Jara y Leansed andaban por los pasillos de Utbar cogidos de la mano como dos enamorados a punto de casarse.
Los festejos por aquel alto enlace se prolongaron durante meses y fruto de aquella relación nació el pequeño Servión, futuro Servión IV de aquel reino de soleadas primaveras entre los aromas de los bosques cercanos.
Aunque la felicidad era ficticia; cierto caluroso día, Leansed regresaba al castillo después de la caza con su séquito principesco, pero habían regresado terriblemente temprano, tanto que al llegar Leansed a sus aposentos, descubrió a su esposa en los brazos de aquel joven que le llevó por primera vez ante la presencia del rey y del que fue amigo, Perovani Gram.
- ¿Qué hacéis aquí, Perovani?- preguntó furioso Leansed.
- Yo... yo...
- ¿Os sorprendéis por esto, mi querido esposo?- inquirió la traidora Jara- No quisisteis daros cuenta desde un principio de las intenciones de mi odiado padre, que nos juntó a vos y a mí para darle a este maldito reino un descendiente. Pues ya lo tiene, pero su sangre no es noble... Servión no es hijo vuestro, Leansed... Yo sólo os quería para salir de mi encierro en ese terrible castillo, donde no hay fiestas ni se disfruta apenas de nada. Sois una excusa, caballero...
- Mentís, mentís...- respondió Leansed- No puede ser...
Y salió disparado de aquellos aposentos reales. Corrió hacia donde se encontraba el rey, en el salón del trono, recibiendo en audiencia a legados de tierras nórdicas. En voz alta y ante toda la audiencia, Leansed, confundido, furioso y ofuscado refirió al rey toda la historia escuchada a la pérfida Jara. Tras finalizar el relato de Leansed, el rey se levantó de aquel fastuoso trono dorado y exclamó:
- ¡Mentís, como mentía vuestro padre! ¡Habéis osado mancillar el nombre de mi hija!
- Defendéos!- dijo mientras tomaba en la diestra una espada, arrancada de la vaina de un soldado cercano. Por primera vez en su vida, el rey justo no reflexionaba, actuaba inconscientemente. Se lanzó sobre Leansed, que todavía iba armado con los útiles de caza, y recogió otra espada. Debido a la avanzada edad del rey, Leansed no tuvo problemas para defenderse de sus mandobles, pero el rey atacaba cada vez con más furia hasta que Leansed no tuvo más remedio que atravesar al gran Servión III con su espada. El rey cayó muerto al instante y Jara, que había presenciado horrorizada la escena, profirió un grito ensordecedor, que se levantó por encima de las voces de la multitud.
Leansed se percató de la presencia de la princesa Jara, la gran traidora, la que le había obligado a matar al hombre que humilló a su padre... "El honor es un río lleno de sangre que con sangre se limpia" le habían dicho alguna vez a Leansed. Su honor había sido ensuciado y debían pagar con la sangre. Sin dudarlo, el joven Loneriano lleno de odio y locura se abalanzó sobre Jara y le asestó un mandoble que la partió en dos. Ahora el honor estaba limpio de nuevo. Sabía que iba a morir linchado por la guardia real, pero eso ya no le importaba.
- ¡Rápido, a por él!- gritó uno de los soldados. Y todos corrieron con furia hacia el joven Leansed que empezó a ser golpeado desde todos los ángulos, hasta que le dieron el golpe de gracia y luego... despertó.
- ¡Rápido, doctor, que el paciente está golpeándose de nuevo!- se oyó en aquel hospital mental de Vilches.
Cuando llegaron los médicos era ya demasiado tarde y Leandro Lanero murió, víctima de sus propios golpes.
Se supo que el juez archivó el caso y que el niño, huérfano de padre y madre vivió sin saber nada de lo ocurrido.