La letanía de fondo no enmascara unos dedos y unos pulmones que afloran en la parte de atrás de la garganta. Unos dedos que se contagian del ritmo acabado, alternando entre tónicas, en tiempos, in crescendo, dejando caer sobre un costado la bajada siguiente, creando un break que apenas roza la sencillez para terminar bajando hacia la sensualidad de un placer consumado, descansando al final de la noche de Túnez.
Y le cantas a tu padre, acompasando el canon del equilibrio, rompiéndolo después, para, de fondo, acompañar de nuevo la simetría hasta dejarla caer y emerger desde muy abajo. Subes la cuesta, muy poco a poco, izquierda y derecha, a ritmo, como un ciclista, como un reloj que da las horas cuando le da la gana porque tu padre lo merece, con todos los dedos, golpeando por momentos el cerebro, dejando paso sin descansar al fondo, mano a mano; de pronto, así lo requiere, subimos los tres, los cuatro, muy rápido pero contenidos, y al tiempo muy fuerte, alternamos, nos complementamos, cerramos los ojos, y bajamos de nuevo la cuesta, descansamos y atacamos de nuevo la simetría, cadenciosa, abriendo un hueco en las fuerzas que no nos habrán de faltar un poco más adelante… aunque paremos.
Y tienes el ritmo, muy lento al principio, falsa apariencia, porque lo es. Apareces y desapareces levemente para salir con fuerza, apartando a los demás, dejando atrás el miedo, olvidando por momentos el caballo blanco desbocado, sosteniendo a duras penas la genialidad, rozando con los dedos el cielo cercano, afirmando, como no queriendo darle importancia, que, de verdad, tienes el ritmo, tú y los demás. Hasta el final quedas tú solo conmigo, sin que te abandonen las pocas fuerzas que te quedan, arriba y abajo, izquierda y derecha, sobre el mismo eje, dibujando las notas a modo de mariposa batiendo alas, imprevisible, llegando a la cima para caer desde lo más alto.