Te metes la terraza por el culo
Tengo por costumbre no entrar, a menos que tenga una relación cordial con el propietario, en discotecas, bares o terrazas que tengan uno, dos o tres porteros a la entrada. Su simple visión me hace caer en la cuenta de que el local no merece la pena. En tiempos, esa circunstancia no era común por estos pagos, así que tuve que descubrir la existencia real de tan brillantes personajes en mis exilios estudiantiles. La experiencia de aquellos años me enseñó que un portero en la puerta suele ser señal de una actitud recalcitrantemente clasista del dueño del garito en cuestión.
Y volví a Lepe, ya no a mi Pendola, aunque la sigo llevando por bandera, y el turismo de masas empezó a generar beneficios económicos y pérdidas insospechadas de calidad de vida (nocturna) de un servidor y supongo que de mucha gente. Durante la época de esplendor de El Terrón, por lo menos, había una oferta, llevémoslo a esos áridos términos económicos, variada. Se podía elegir entre varias opciones y mi elección siempre fue el Vértigo, por muchísimas razones; entre ellas, el buen rollo que se respiraba allí, a pesar de los comentarios negativos de mucha gente, generalmente imbéciles mal informados o con un coeficiente intelectual inferior al de un babuíno, o ambas cosas. Claro que en los alrededores se consumía droga, pero menos que en otras zonas y locales. El Vértigo era juzgado por la apariencia de los que allí nos congregábamos, generalmente gustadores del rock, gente de pensamiento distinto al del resto de moradores nocturnos del puerto. Y también había fama de que allí no se ligaba, pues no iban mujeres... Me carcajeaba de la ignorancia supina de aquellos que proferían esas palabras: allí se ligaba mucho más fácilmente que en otros locales, por cuestiones meramente de afinidad, bien ideológica, bien musical, bien estética.
El caso es que esta visión del Vértigo tiene mucho que ver con el clasismo, aplicado, vanalmente, lo sé, pero es una señal, al ocio nocturno, a la movida o como se quiera llamar.
Alguna vez me quise salir del Vértigo para entrar en otros locales, y en la mayoría de ellos no tenía ningún problema. Me gustaba especialmente el Talismán del gran Rafa Toscano y el Galeón del no menos grande Cipri. Pero cierto día, quizá siguiendo a mis amigos, me dispuse a entrar en el Cabo Coco, que más o menos así se llamaba -y se sigue llamando, por lo visto- el garito, bueno, el local, pues no merece la connotación de "garito". Allí, el lumbreras del portero, que se expresaba como un niño de 7 años que va al logopeda, me dijo que no podía pasar con esa ropa. Como no soy de discutir y además tampoco tenía mayor interés por adentrarme en los mundos de Yupi que era aquel local, me largué y punto, pero me prometí que nunca jamás en mi vida volvería a intentar siquiera entrar allí. Y lo cumplí.
Ha pasado el tiempo y la cosa ha ido empeorando: El Terrón, en su mayoría, es casi un despojo de lo que fue, excepto por una cosa: el Puerto de Indias. Y aquí sobreviene la tesis principal de mi digresión.
Nunca he entendido por qué la gente se empeña en querer ser tratados como auténticos -sé que suena a tópico, pero es así- borregos: espera adocenada en una larga cola, con la muy real posibilidad de quedarse fuera, porque al genio de turno no le guste algo de ti: bien tu cara, tu vestuario, tu cuerpo... Y por ahí sí que no paso.
Decíamos del Puerto de Indias. El año pasado por estas fechas, abría, con gran e incomprensible éxito de público, el entonces llamado Oxi Buda -o como quiera que se escriba-, con una filosofía clara: sólo la llamada "beautiful people" podía entrar allí. El caso es que la actitud de los dueños del Puerto de Indias era un clonaje perfecto de aquélla. Pero, como se dice, "esto es como tó": al personal le dio por irse al Oxi Buda. El propietario del Puerto de Indias, se enrabietó y acudió a una reunión que habían convocado las Juventudes Socialistas para abordar el tema de la movida nocturna. Uno de los que más intervino en aquella charla fue este absurdo personaje, un tipo algo lelo, venido de Sevilla, y dispuesto a hundir a cualquier precio a su competencia. Ante mi asombro -yo también asistí a la reunión- veo que el tipo empieza a aducir razones para atacar al otro que me cabrearon un mucho, y una de ellas era el trato que recibían los jóvenes allí, en el Oxi Buda, en la puerta especialmente. Pensé para mí que había que tener la cara muy dura para decir aquello y me callé por no liarla. Pero tendría la oportunidad de vengarme.
A finales de agosto, el Puerto de Indias comenzó a recuperar algo de público. Y el dueño del local, de nuevo, volvió por sus fueros: además de clasista, discriminador. Mi pareja y una amiga querían ir a buscar a una tercera amiga dentro de esa terraza. Pasaron las dos pero el dueño, el mismo tipejo que fue a quejarse, a llorar como un cobarde pidiendo ayuda a políticos y no políticos, me paró en seco y me pidió 6 euros por entrar. Claro. Me mosqueé. Le dije que se dejara de cachondeo y que me dejara pasar sin más. Me dijo que no, que eran 6 euros, por ser hombre... Así que le grité en su cara de boniato: "Pues luego no vayas llorando por ahí como una maricona (perdón por lo ofensivo del comentario, pero me salió así) quejándote del 'otro'". Al principio no pareció entenderme, pero al momento, sus dos neuronas interconectaron y recordó. Yo, fiel a mi deseo de vengarme, le aconsejé que no fuera a una próxima reunión sobre el tema, porque allí hablaríamos todos y bien clarito. Me preguntó que si le estaba amenazando: le dije que le estaba diciendo la verdad y que si quería tomárselo de esa forma, mejor. Me hizo otra pregunta: que a qué me dedicaba yo. Le respondí. Él espetó que se dedicaba a eso y yo lo sentencié con que yo no me hubiera intentado aprovechar de alguien que me había querido ayudar en el pasado, ni discriminaba a la gente en mi trabajo en función de su clase, sexo u otras tendencias.
El tipo se dio la vuelta y bajó la cabeza. Mi venganza estaba servida, pero aún quedaba el remate. Con cara compungida, finalmente -el tipo, además de clasista, era un pusilánime: yo, al menos, me hubiera mantenido en mis trece y si soy un capullo, lo asumo pero tú no entras- me dijo que podía entrar. Y mis palabras exactas fueron: "ahora te metes la terraza por el culo". Y me quedé en la puerta, triunfante, desafiante, viendo cómo el panoli dejaba entrar a "mis" dos chicas y yo me quedaba fuera el rato que tardaran en encontrar a la tercera amiga, sin darle el placer de verme entrar en su mierda de local, aguantando la dignidad de aquellas palabras que le solté a la cara.
Aunque mi actitud podía parecer chulesca, que lo fue, pudo haber sido peor. No caí en ese momento en llamar a la Guardia Civil para denunciar al figura por discriminación, cosa que podéis hacer vosotros si se os da un caso parecido.
Desde entonces, me cuido mucho de entrar en locales que tengan portero en la entrada: no hay cosa que más me reviente que el clasismo. La masificación de La Antilla tiene muchas cosas negativas, y una de ellas es esto que comento. Ahora, el Oxi Buda se llama Opium Garden, una terraza de ambiente supuestamente selecto, con las mismas pamplinas del Puerto de Indias pero elevadas a la decimoquinta potencia. Y es que Opium Garden pertenece a un grupo de discotecas, terrazas, locales, no sé bien cómo definirlos, denominado The Opium Group, con sede y símbolo en Miami (ciudad que odio), a donde sólo puede accerder la pretendida "crème de la crème". Y para muestra un botón: el día de su inauguración pasaron por allí una cantidad considerable de "famosos" de los de segunda fila, en representación de la supuesta "beautiful people" que comentaba anteriormente. Un auténtico repertorio de intelectuales, vamos.
Pues eso aplicadlo a La Antilla y obtendremos como resultado otra terraza que no pienso pisar en mi vida como usuario.
No es todo lo que podía decir del ocio nocturno veraniego de ahora, pero la esencia está ahí. Menos mal que estas cosas no ocurren en mi barrio. En La Pendola.
Gilgamesh making friends